Paradoja: en estos días en que ha vuelto a intensificarse para mí la rutina de la crianza y los cuidados de mis hijos, sobre todo del más pequeño, es decir, ahora que más dividida me siento entre las responsabilidades profesionales y mis ocupaciones maternas, me llueven libros y películas sobre gente que desea hijos que nunca llegan.
Belle Boogs cuenta en El arte de no desesperar cuando estás esperando cómo muchas mujeres infértiles suelen afirmar que “lo peor de la experiencia es la envidia que les suscitan las embarazadas, que parecen estar en todas partes cuando se intenta (sin éxito) concebir”. Rodearse de bebés y niños puede ser soportable pero ver una mujer embarazada les despierta odios viscerales, miedo a sentirse excluidas, a quedarse atrás mientras las demás hablan de sus crecientes familias. “Después de tres años de intentarlo, no es fácil rendirse”, dice Boogs. Hace no mucho, la escritora española Silvia Nanclares publicó un libro, Quién quiere ser madre, en el que contaba su tortuosa e inútil búsqueda de engendrar. Es la única vez que me he alegrado de que un libro haya quedado desactualizado. Silvia parió hace unos meses a su hijo.
Si hay algo que tienen en común el deseo y la falta de deseo, es decir, la fecundación in vitro y la negativa rotunda a procrear, es que ambas van contra esa cosa llamada naturaleza, se le rebelan, se le resisten. Entre lo madre y lo no madre, hay experiencias más o menos racionales, más o menos trágicas, más o menos necesarias. En un extremo están las mujeres que aparecen en el libro de testimonios personales El deseo más grande del mundo, de la argentina Luciana Mantero, las historias de las que no pueden concebir, aquellas que se gastan dinero en tratamientos para no sentirse menos mujeres o mujeres incompletas, porque así las hacen sentirse; en el otro está un ensayo liberador como Contra los hijos de la escritora chilena Lina Meruane, en el que se cuestiona el mandato de la maternidad sobre las mujeres y en el que asegura que los hijos, “son parte del exceso consumista y contaminante que está acabando con el planeta” y también “un dispositivo para devolvernos a la casa”.
Acabo de ver también Vida privada, la película de Tamara Jenkis que ya está en Netflix. En una escena, la pareja de escritores, Rachel (Kathryn Hann) y Richard (Paul Giamatti), vuelven a casa agotados y deprimidos tras el enésimo intento fallido de fecundación in vitro, cuando alguien toca a su puerta. “¿Quién es?”, dice ella. “Son los niños del piso de arriba”, contesta él. “¿Qué quieren?”, pregunta ella. “Caramelos. Es Halloween”, dice él. “Mierda. No abras”. Los niños comentan detrás de la puerta: “Hay alguien. Los he oído. Pero no abren”. Truco o trato. Bebé o no ser. ¿Tocará un niño alguna vez a nuestra puerta o nunca? Y si lo hace ¿le abriremos? Son preguntas que nos hacemos en un mundo en el que la reproducción es un negocio millonario y redondo como nuestras barrigas llenas, ahora en pleno debate sobre la maternidad subrogada, mientras vemos capítulos de la serie El cuento de la criada, preguntándonos hasta dónde seremos capaces de llegar. En otro momento de la película (spoiler), Richard confiesa que ya no quiere un hijo, que solo quiere su vida de vuelta: “No soy tu marido, soy el tipo que te inyecta hormonas en el culo todas las noches”. Quizá en ese instante de lucidez, vivido no sin dolor, esté lo que necesitamos para seguir adelante, algo parecido al ejercicio de reinventar el deseo, aunque no sea el más grande del mundo.
No sé por qué estoy contándoles esto. Quizás estoy hablando de estos relatos porque estuve tentada a pensar que tenían poco o nada que ver conmigo, pero me he ido dando cuenta de que sí, de que yo también, salvando las distancias, me había metido en un camino muy lejos de la vía natural, cuando decidí criar a mi hijo no biológico. Hay días en que envidio profundamente ese apego de piel que tiene con la otra madre, la que lo parió. Hay otros, sin embargo, en que me parece mucho más divertido tener que inventármelo todo.