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El machismo oculto en medicina

¿Sabían que, por el hecho de que una paciente sea mujer, tiene un riesgo entre un 50 y un 70% superior de tener un efecto secundario al tomar un medicamento que un hombre? ¿O que, por ejemplo, las mujeres tienen el doble de posibilidades de recibir un diagnóstico erróneo de ataque al corazón en comparación con la población masculina y, por tanto, un peor pronóstico?

Un análisis superficial del asunto podría llevarnos a pensar que se debe simplemente a la diferente biología del hombre y la mujer. Que es cosa de pura variabilidad biológica: Diferencias evidentes en el metabolismo, la fisiología hormonal, la composición corporal, en la forma de enfermar… Y sería cierto, pero eso sólo nos serviría para explicar una pequeña parte de la realidad. Porque si alumbramos un poco más allá, detrás de esta explicación inmediata hay otra más compleja e inquietante: Aunque hombres y mujeres sean aproximadamente el 50 % de la población cada uno, la investigación biomédica se ha centrado de forma descaradamente preferencial hacia al hombre, que era considerado el modelo “perfecto” e “ideal” para los estudios científicos médicos. Un machismo histórico en medicina (documentado por numerosos estudios clínicos y preclínicos) del que la absoluta mayoría de la población no es ni siquiera consciente de que exista en la actualidad.

Y ese es precisamente uno de los factores que hace que este tipo de machismo sea tan difícil de combatir: queda oculto, implícito, enquistado en la investigación biomédica durante siglos y presente, en su forma más sutil, en la consulta médica del día a día. Para erradicar un problema, el primer paso es ser consciente de que existe y, lamentablemente, en este asunto casi nadie ha oído nada al respecto (salvo los que trabajan en ello). Así pues, empecemos con los datos (que son tan rotundos, como fáciles de comprobar) con la esperanza de dar un pequeño empujoncito para llegar a ese primer paso.

Lo crean o no, casi todas las investigaciones de medicamentos, métodos diagnósticos o de modelos de enfermedades realizadas en los últimos siglos han recurrido exclusivamente a animales machos. ¿La supuesta razón para tal ocurrencia? Se sospechaba que las variaciones hormonales de las hembras harían los resultados obtenidos más variables y confusos, siendo necesarios más individuos, tiempo y dinero para llevar a cabo los experimentos y así conseguir conclusiones claras. Una verdadera lástima: se ha comprobado que este razonamiento carecía de sustento y, además, se sabe que determinados fármacos pueden causar efectos diferentes según el sexo del animal. Aun así, multitud de medicamentos presentes en la vida cotidiana pasaron sólo el “filtro” animal masculino para llegar hasta el ser humano, sin que lleguemos ni siquiera a imaginar cuántos medicamentos habrían resultado útiles (o descartados con anterioridad u optimizados) en mujeres de haber aplicado un “filtro” femenino. Los fármacos psicoactivos, por ejemplo, que son consumidos más frecuentemente por mujeres, han sido investigados con una desproporción escandalosa a favor de los animales machos (5.5 estudios con sólo animales machos frente a cada estudio realizado exclusivamente en hembras).

Desafortunadamente, la historia no termina aquí. Una abismal mayoría de los ensayos clínicos realizados hasta hoy han recurrido exclusivamente a hombres o a un porcentaje bajo de mujeres y sin desglosar los resultados por sexo. Para poder encontrar notables excepciones a esta tendencia, hay que echar la mirada a áreas puramente femeninas, como la ginecología o la obstetricia, donde, por razones más que obvias y porque no había más remedio, los estudios se han centrado en exclusiva en mujeres.

No es sólo que, históricamente, se rehuía la participación de las mujeres en los ensayos clínicos (por factores como el ya citado y temido ciclo hormonal o el riesgo de que pudieran quedarse embarazadas durante el ensayo) sino que, desde 1977 a 1993, estuvo prohibido en países como Estados Unidos por la FDA (la Administración de Alimentos y Medicamentos). Concretamente, no se podían incluir a mujeres en edad fértil en ensayos de fase I (evaluación de seguridad del medicamento) y II (evaluación de eficacia), independientemente de que planearan o no quedarse embarazadas. La medida, altamente paternalista, podría resumirse en un “todo para las mujeres, pero sin las mujeres” y consiguió lo contrario de lo que buscaba a largo plazo (proteger y mejorar la salud de este colectivo).

Seguramente comprenderán ahora un poco mejor porque, aún hoy, existen tantas lagunas de conocimiento sobre si ciertos medicamentos se pueden tomar estando embarazada o no. Muchos de los fármacos usados en la actualidad se valoraron en exclusiva o casi exclusivamente hace décadas en hombres.

Por suerte, ciertos movimientos dentro de la comunidad científica han surgido en las últimas décadas para potenciar la investigación biomédica con una perspectiva racional e igualitaria. Como ejemplos llamativos, tenemos la creación de la Oficina de la Salud de la Mujer (creada con mucha polémica en 1994 en Estados Unidos) Entre sus logros destaca haber promovido la mejora en el tratamiento y pronóstico de mujeres ante un ataque al corazón (una de las principales causas de muerte de mujeres en países desarrollados). También es más frecuente encontrar ensayos clínicos en los que se incluye a un porcentaje superior de mujeres y los resultados se desglosan según el sexo. Además, en países como Estados Unidos han empezado a exigir recientemente que toda investigación en animales debe incluir tanto a machos como a hembras y se tenga en cuenta el sexo como variable biológica.

Son pasos prometedores, pero queda un largo camino para compensar el retraso en el conocimiento médico de la mujer provocado por siglos de machismo en investigaciones científicas desarrolladas con hombres, por y para hombres.