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Los machistas no caben en la política

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Dicen que suenan las campanas por el funeral de la izquierda. No termino de creérmelo, la verdad. Es cierto que el paisaje está desolado, el horizonte muy nublado, y las tropas están en retirada. Una amiga me decía el otro día que tras los últimos acontecimientos se sentía decepcionada, hundida y derrotada. Otros amigos me han recalcado la misma idea. Sin duda nadie los puede culpar: es comprensible tras lo que estamos viendo en el ecosistema de la izquierda. Pero yo, sin embargo, lo veo de otra forma.

No quiero que se me malinterprete. Yo también pienso que, si hubiera elecciones ahora, las derechas reaccionarias podrían obtener una considerable victoria. Creo también que el berenjenal de declaraciones, ruedas de prensa, acusaciones cruzadas, identificación de culpables y demás procesos en los que está embarrada la izquierda no la ayudan en absoluto. Pero me refiero a otra cosa.

Defiendo que la izquierda está madurando y creciendo, y que los acontecimientos de los últimos días apuntan, de hecho, a que la izquierda está integrando aspectos nuevos que la hacen mejor y más fuerte. Lejos de lecturas pesimistas, que tienen su punto, considero que estamos asistiendo al fortalecimiento de la izquierda gracias al movimiento feminista. 

Partamos de una constatación: la izquierda ha convivido sin problemas –y desde siempre– con esa estructura cultural que llamamos patriarcado, la cual normaliza la explotación, opresión y abuso que se ejerce sobre las mujeres por parte de los hombres. Quizás hay quien crea que el caso de Errejón –o los casos, según parece– son los primeros que han ocurrido. De hecho, he llegado a leer que la culpa de todo esto es de la nueva política, sea lo que sea eso. Pero ambas cosas están muy lejos de ser ciertas.

En el gradiente machista que va desde el desprecio al valor de la palabra de una mujer hasta el acoso sexual y violación hay muchos puntos intermedios. En algún punto de ese gradiente se encuentra, previa interpretación de un juez, la frontera con el delito. Entre medio, ciertos comportamientos de hombres sobre las mujeres se mantienen en la penumbra y, a lo sumo, son censurables moralmente pero no necesariamente penalmente. Y, desgraciadamente, las prácticas cotidianas de las organizaciones están plagadas de esos comportamientos.

El patriarcado es muy viejo. No necesito retrotraerme hasta sus orígenes, sino a tan solo hace una década. Fue entonces cuando, en un proceso interno de Izquierda Unida en el que se dirimía una acusación de acoso sexual, un viejo dirigente –de esos hipócritas que aún llenan sus artículos con continuas referencias éticas a los comportamientos ejemplares– justificó a su amigo, el denunciado, en virtud de que “otras generaciones ligan de otra manera”. El caso terminó con el denunciado dándose de baja de la formación para evitar ser investigado dentro de la formación.

La cuestión es que hace una década –y dos, y tres, y muchas más– ya existían los comportamientos machistas dentro de las organizaciones de izquierdas. La diferencia es que esas prácticas antes estaban mucho más normalizadas y, por si fuera poco, sus autores estaban mucho menos expuestos y bastante más protegidos. El problema de la idealización de las generaciones anteriores es que conlleva ignorar sus comportamientos privados, mucho más preservados que en los tiempos actuales. 

Lo que ha cambiado, y este es el núcleo de mi exposición, es que esos comportamientos ya no se toleran con facilidad. Las mujeres están perdiendo el miedo a denunciar las prácticas machistas, vengan de donde vengan. Las víctimas están convirtiéndose en agentes de cambio porque quieren una sociedad en la que estén erradicados esos comportamientos. El responsable de esta enorme evolución es el movimiento feminista, que ha combatido duramente en la trinchera de las prácticas cotidianas y, con ello, ha proporcionado herramientas a las mujeres, educado a los hombres y denunciado a los machistas. El cambio, visto en perspectiva, es brutal.

El machismo está en todas partes; en las empresas, en las familias, en la administración… y también en política. Desde una reunión en la que el dirigente mira al techo mientras una mujer hace uso de la palabra, hasta el dirigente que utiliza su poder para acosar a las mujeres que trabajan para él -o que podrían hacerlo-, toda la vida política sigue atravesada por el patriarcado. Pero lo que antes era la normalidad, afortunadamente ahora se ha convertido en un problema político. Eso es revolucionar la política.

Es cierto que las mujeres siguen teniendo miedo a denunciar legalmente, pues a veces ni siquiera la categoría del abuso sufrido es suficiente para que un juez sentencie en su favor, pero sí pueden hablar entre ellas y señalar al machista. Por eso nuestros ecosistemas están llenos de “rumores” sobre hombres que utilizan su capital erótico para aprovecharse de las mujeres –normalmente bastante más jóvenes que ellos, por cierto–. Esas conversaciones no tienen estatus legal, pero son las defensas con las que mujeres se dotan para protegerse avisando a otras mujeres de dónde acecha el peligro –especialmente cuando ese peligro se disfraza de aliado feminista–. Son espacios seguros para las mujeres. Y la consecuencia es que el acosador tiene miedo a seguir acosando.

He leído que hay quien considera que estamos entrando en una nueva fase de puritanismo. Menuda tontería. El sexo, si es consentido, puede ser tan salvaje como sus protagonistas deseen. Pero si no hay consentimiento, entonces el dirigente político –como todo hombre– tiene que guardarse esa mano que posa sobre la cintura de la mujer; esa posición de invasión con la que mantiene a la mujer incómoda durante una conversación; esa mano que se desliza sobre la rodilla como diciendo “te controlo”; y un sinfín más de actitudes y comportamientos profundamente arraigados y que, aunque jurídicamente no tengan dónde arraigar son, para mí, puro acoso machista.

En definitiva, es bueno que los machistas tengan miedo a comportarse como tales. Es muy positivo también que los machistas salgan de la política. Donde la gente está viendo un drama, y sin restarle importancia al impacto electoral y emotivo del desengaño y la derrota, yo veo un proceso de mejora. Ya habrá tiempo para mejorar en las encuestas. Ahora lo importante es quitarse de en medio, por primera vez en la historia, a esos machistas que, hasta hace bien poco, vivían en la impunidad.