Tú no te acuerdas porque eres muy joven, pero hubo un tiempo en que los españoles íbamos a Francia para deprimirnos y acomplejarnos. Arrastrábamos un notable sentimiento de inferioridad tras siglos de vecindad, nosotros el país pobre y cerril frente a la grandeza y las luces francesas; y allá donde mirásemos salíamos perdiendo en la comparación, todo lo francés nos parecía mejor, un modelo a seguir: envidiábamos su sistema educativo, su estado de bienestar, sus servicios públicos, la protección de la Francia rural, su peso en el mundo, su clase política, su izquierda, sus sindicatos, sus revoluciones, su intelectualidad, su laicidad y republicanismo, su hermoso himno y hasta su gastronomía, sinónimo mundial de alta cocina. Allí iban nuestros emigrantes pobres, a recoger la uva o servir en casas.
Pero si has estado en los últimos años en Francia, habrás regresado a casa con una sensación muy diferente: con la autoestima nacional por las nubes. Como en España, en ninguna parte. Basta hablar con cualquier francés, y mencionarle algún aspecto del anterior párrafo, para que en seguida te suelte la retahíla de lamentos: el sistema educativo cada vez peor, la universidad no es sombra de lo que fue, el estado de bienestar a menos, los servicios públicos un desastre, el campo abandonado a su suerte, cada vez más insignificantes en el tablero global, la clase política inepta o corrupta, la izquierda desorientada, los sindicatos desarmados, la revolución ni está ni se la espera, la intelectualidad ya no cuenta…, y solo comerás bien si aflojas la cartera.
Se entiende que el gran novelista francés de este siglo XXI sea Houellebecq, pocos como él retratan, incluso cargando de más las tintas, la absoluta decadencia francesa. O más bien el sentimiento de decadencia, que no es lo mismo. A los franceses no les va mucho peor que a otros países europeos, y en algunos aspectos siguen estando mejor que nosotros; pero el sentimiento de declive es generalizado. Una encuesta de hace un par de años decía que un 75% de franceses piensa que su país está en decadencia. Una parte de ese sentimiento tiene base real, claro, pero también hay mucho de nostalgia reaccionaria, de añoranza de la architópica grandeur perdida que acentúa el malestar, la incertidumbre y la futurofobia propias de nuestro tiempo.
Seguramente Francia no decae mucho más que otros países europeos (que les pregunten a los alemanes), pero sí es el país con mayor conciencia de su declive. Incluso acuñaron un término que reaparece en el debate público una y otra vez: el déclinisme. La sensación de ser, como en los famosos versos de Verlaine, “…el imperio al fin de la decadencia / que mira pasar a los grandes bárbaros blancos”. El propio Macron llegó al poder en sus primeras presidenciales prometiendo recuperar los valores y el bienestar de antaño. Y ese es el discurso ganador de la ultraderecha, allí y en todas partes: el futuro está en el pasado, regresemos al ayer, a un ayer idealizado y falso, cuando éramos la admiración y envidia del mundo. El “Make America great again” adaptado en cada país por las derechas y ultraderechas.
El último elemento firme que parecía resistir, entre tanto declive cierto o psicológico, era su sistema electoral: la doble vuelta que mantenía a raya a la ultraderecha, que podía pasar la primera vuelta pero después los demócratas se unían para derrotarla. Si le preguntas hoy a un francés, en la retahíla del segundo párrafo tal vez añada esa otra pérdida: ya no confían en detener al lepenismo en segunda vuelta, pues una parte de la derecha moderada prefiere un gobierno de ultraderecha antes que de las izquierdas unidas, mientras relevantes personajes públicos se muestran equidistantes entre los extremos del tablero.
De modo que sí, tal vez Francia está mal, incluso muy mal, pero aún puede estar peor después del domingo.