Imagínense por un momento lo siguiente: un político llega a la presidencia en un país cuya Constitución solo permite un periodo presidencial. Tras asumir el cargo, impulsa una nueva Constitución que faculta la reelección con un tope máximo de dos mandatos. Beneficiándose de la reforma, el líder se presenta a los siguientes comicios y los gana. Dice que apenas concluya el nuevo mandato se retirará a su pueblo; sin embargo, llegado el momento se presenta una vez más a las elecciones con el argumento de que el primer periodo no entraba en el conteo. La Corte Constitucional, dominada por magistrados afines, lo apoya.
En medio del tercer mandato, el presidente convoca un referéndum para abrir la vía a un cuarto periodo, con el pretexto de que “el pueblo” le está pidiendo que siga en el cargo. Pierde el referéndum por estrecho margen, pero la Corte Constitucional sale una vez más en su ayuda: determina que una consulta popular no puede estar por encima del derecho político a elegir y ser elegido, lo que abre la puerta a la reelección sin límites. El líder gana una vez más los comicios.
Seguramente una conducta así sería tachada de golpe al Estado de Derecho o de desprecio a las reglas del juego democráticas tanto desde la derecha como desde la izquierda… si el líder en cuestión perteneciera al bando ideológico opuesto. Si fuera del propio bando, unos y otros buscarían formas de legitimar su actitud con los más variados argumentos. El caso descrito tuvo como protagonista al hoy expresidente boliviano Evo Morales, uno de los exponentes más destacados de la nueva izquierda latinoamericana, y se produjo -es importante subrayarlo- en unas circunstancias excepcionales, en medio de una fuerte ofensiva de acoso y derribo por parte de las viejas élites del país.
Morales aparece como primer firmante del manifiesto 'En defensa de la democracia' que se presentó en La Paz el 8 de noviembre pasado, coincidiendo con la toma de posesión de su copartidario Luis Arce como nuevo mandatario del país sudamericano. El documento contó, entre otras, con las firmas del vicepresidente español Pablo Iglesias y el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. En uno de sus apartes, el texto señala: “Hoy la democracia está amenazada y basta con analizar los acontecimientos políticos de los últimos meses en Bolivia, país anfitrión de esta declaración, para constatar que la principal amenaza a la democracia y la paz social en el siglo XXI es el golpismo de la ultraderecha”.
En los últimos meses ocurrieron, en efecto, muchas cosas en Bolivia, en no poca medida por la resistencia de la derecha a aceptar que Morales haya puesto patas arriba el viejo orden que se basaba en una extrema desigualdad social y en la exclusión de la comunidad indígena. La última reelección de Morales le dio a la vieja oligarquía la munición que esperaba para redoblar su campaña de hostigamiento: en las principales ciudades estallaron protestas que exigieron la renuncia del presidente, la policía se cruzó de brazos y el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, en una comparecencia que recordó los viejos pronunciamientos militares cuando a Bolivia la llamaban 'elepé' por aquello de 33 revoluciones por minuto, exhortó al mandatario para que se hiciera a un lado. El 10 de noviembre de 2019, tras casi 14 años en el poder, Morales dimitió y abandonó el país, y una senadora de derechas, Jeanine Áñez, asumió interinamente la presidencia en una maniobra impresentable en términos democráticos. El 18 de octubre pasado, tras dos aplazamientos por el coronavirus, se celebraron unas nuevas elecciones y, pese a todo, las ganó de manera holgada Luis Arce, candidato del partido de Morales y ministro de Economía y Finanzas de este durante la mayor parte de su presidencia.
En estos tiempos en que el debate sobre la democracia ha pasado a ocupar un lugar prioritario de la agenda pública -sobre todo por la nefasta experiencia del 'trumpismo'-, el caso de Morales sigue siendo objeto de controversia. El debate se centra en si el líder indígena actuó con pulcritud democrática y, en caso de respuesta negativa, si tenía otras opciones para defender su proyecto.
La democracia, como concepto político, no regula cuántos periodos puede permanecer un gobernante en el cargo o cuál debe ser la duración de cada mandato. Los regímenes presidencialistas americanos, donde el Ejecutivo concentra mucho poder, han tendido con el tiempo a permitir a lo sumo una reelección, para evitar que los gobernantes puedan consolidar un entramado de intereses que los entronice en el cargo. Estados Unidos introdujo una enmienda constitucional en ese sentido en 1947 después de que Franklin D. Roosevelt muriera de un derrame cerebral cuando comenzaba su cuarto mandato presidencial. Las reelecciones sucesivas de Roosevelt, que encendieron las alarmas sobre los riesgos de perpetuación en el poder, fueron un hecho excepcional: los fundadores del país, con George Washington a la cabeza, ya habían instaurado la costumbre de no exceder los dos mandatos, como escudo contra las tentaciones monárquicas.
En Colombia, la Constitución de 1991 fue más lejos y prohibió la reelección. Pero casi tres lustros después el presidente Uribe convenció al Congreso de la necesidad de una reforma con el pretexto de que su continuidad en el cargo era imprescindible para acabar con la guerrilla. En la negociación parlamentaria no faltó la compra de voluntades, lo que llevó más tarde a varios políticos a la cárcel. Luego intentó Uribe aspirar a un tercer mandato, pero la Corte Constitucional se lo impidió. Su sucesor y después archienemigo, Juan Manuel Santos, se comprometió a tumbar la reelección; sin embargo, antes de hacerlo se aprovechó de ella para acceder a un segundo mandato con el argumento de que su continuidad en el cargo era imprescindible para sacar adelante el proceso de paz.
A los regímenes parlamentarios europeos no parece preocuparles el debate sobre la duración en el cargo de gobernantes. Nadie cuestiona que Angela Merkel lleve 15 años como canciller. Felipe González fue presidente casi 14 años, que pudieron ser más de no haber perdido las elecciones. Su sucesor, José María Aznar, tomó la decisión temprana de no permanecer más de dos mandatos y –curiosamente en un político- cumplió su palabra. El futuro dirá si su ejemplo se convierte en costumbre.
Promover cambios de las normas para modificar el tiempo que un líder puede estar en el poder no es, en sí mismo, antidemocrático. Lo discutible es que se haga retorciendo las reglas del juego con el evidente propósito de favorecer coyunturalmente a un partido político concreto y no como resultado de una reflexión general sobre el impacto a largo plazo que la medida pueda tener en la calidad de la democracia. En ese frágil invento que llamamos democracia, las formas son tan importantes como las normas.
Morales presenta un importante legado en materia de progreso económico, justicia social y derechos humanos que le han reconocido incluso importantes medios nada sospechosos de izquierdistas. Queda la duda de si lo hubiera conseguido sin alargar mediante argucias su permanencia en el poder. En otras palabras, si habría logrado los mismos fines siguiendo las reglas de juego existentes.
Por fortuna, la crisis boliviana se encuentra –de momento- reconducida. El candidato del MAS ha asumido la presidencia en un clima de aparente tranquilidad, tras unas elecciones limpias. Lo que cabe esperar es que las élites acepten la realidad del país. Y que Morales pueda retomar el viejo anhelo (solo él sabrá cuán sincero era) de dedicarse a sus cultivos ancestrales de coca en su natal Orinoca.