Solo alguien con una mentalidad tan manifiestamente pueril como Donald Trump ha podido denunciar nada menos que “fraude electoral” en Estados Unidos, un país que, como buena parte de las democracias occidentales, se caracteriza por la manipulación electoral, jamás por el fraude. Son dos cosas distintas, y conviene distinguir.
Fraude electoral es hacer trampa: ocultar votos, modificar los resultados, lograr que voten personas que no están en el censo, rellenar urnas con papeletas fraudulentas, ese tipo de cosas. La España decimonónica fue un paraíso del fraude, y de hecho nuestro castellano recoge desde entonces en un término delicioso, perfectamente intraducible en su genialidad idiomática, que atrapa a la perfección todo aquello, el “pucherazo”. La supresión del fraude tiene que ver con el procedimiento electoral, y el procedimiento electoral se encuentra judicialmente garantizado - y supervisado además internacionalmente – en todas las democracias homologadas, y Estados Unidos lo es. Denunciar fraude allí es un ejercicio de irracionalidad que carece de recorrido alguno.
Otra cosa completamente distinta es la manipulación electoral. La manipulación electoral no es hacer trampa, es todo lo contrario: es hacer la ley electoral. La manipulación no tiene que ver con el procedimiento electoral, sino con el sistema electoral, esto es, con el conjunto de reglas que articulan la expresión de lo que solemos denominar la “voluntad popular”. Y lo cierto es que en Estados Unidos hace tiempo que el sistema electoral no es tanto un procedimiento legal pensado para que los ciudadanos se encuentren correctamente representados como, más bien al contrario, toda una suerte de disposiciones – todo lo extravagantes que se quiera – cuyo objetivo es lograr que los electores avalen a uno u otro de los dos únicos partidos que, desde aproximadamente 1860, constituyen la única posibilidad de ejercitar “la libertad de opción” del “we the people” que, al menos sobre el papel, la constitución americana entroniza.
El sistema electoral estadounidense vulnera algunos de los principios más obvios que toda legislación electoral democrática debería respetar. Vulnera, en primer lugar, la igualdad del voto. Dependiendo del lugar de residencia de los votantes, su voto valdrá más o menos a la hora de elegir al futuro presidente. Así, si vives en Wyoming, son suficientes 195.000 votos para cada voto electoral. En California, sin embargo, se exigen 712.000, casi cuatro veces más.
Aunque la “ciencia” (¿?) política denomina “mayoritario” al sistema electoral americano, es obvio que no lo es. El propio Trump fue elegido en 2016 con menos votos que su rival, Hillary Clinton. Esto, en román paladino, significa que durante los últimos cuatro años ha gobernado el país el representante de la minoría, y que el sistema electoral lo que hizo fue negar el poder a la mayoría de los estadounidenses. Así, este peculiar sistema “mayoritario” (¿?) en realidad otorga, o puede otorgar, el poder a la minoría, y eso en un contexto en el que solo hay dos opciones. Hasta ahora esta victoria del candidato menos votado ha ocurrido cinco veces: en 1834 (John Quincy Adams), en 1876 (Rutheford B. Hayes), en 1888 (Benjamin Harrison), en 2000 (George W. Bush) y en 2016 (Trump). Y todo completamente legal, constitucional y sacrosanto: eso es lo característico de la manipulación electoral, que no sólo no es fraudulenta o ilegal, sino que tiene de su lado la propia configuración de las normas… ¿quién necesita recurrir al fraude cuando el sistema está manipulado hasta la médula?
Por descontado, la manipulación de las normas electorales no es responsabilidad, en absoluto, de Donald Trump. Son los dos grandes partidos los que, desde mucho antes de que Trump naciera, permiten y perpetúan un estado de cosas que posibilita que se turnen tranquilamente en el poder, aunque tal cosa suponga pisotear derechos como la igualdad política de los ciudadanos o principios tan básicos como que el que establece que es la mayoría la que gobierna. En ocasiones se escucha que los ciudadanos tienen siempre los políticos que merecen, una aseveración a mi juicio considerablemente infundada. Eso solo será así cuando el sistema representativo sea lo suficientemente honesto y trasparente – es decir: lo suficientemente representativo - a la hora de reflejar las preferencias políticas de la ciudadanía. Por eso es un lugar común señalar que la población de los Estados Unidos es inmensamente más sana y bienintencionada que la clase política que la dirige. Representarla con justicia sería una de las mayores bendiciones que podrían acontecerle al mundo.
Ya solo los índices de participación revelan hasta qué punto existe una disociación al respecto. Suele decirse que la abstención es elevadísima en Estados Unidos, resaltándose por ejemplo que la media de participación en los últimos 50 años se sitúa en un raquítico 55%. Se trata de algo sencillamente incomprensible si tenemos en cuenta que se trata de la elección más importante del planeta, pero que, con todo, ha de enmarcarse en un contexto mil veces más desafecto. Ese porcentaje lo es en las elecciones presidenciales, que son las que más gente arrastran de largo. Si nos fijamos en otros indicadores, todo señala que en ese país existe una disociación casi estructural entre la gente y sus supuestos “representantes”. Para las elecciones municipales de las 100 mayores ciudades del país, la media de participación está en un 23%. Dado que solo hay dos partidos, los diferentes alcaldes de las mismas suelen haber sido votados por un 12 o 13% de los ciudadanos. Es muy discutible hablar de “representatividad” en una realidad así.
Por lo demás, y a pesar de que la mayoría de los análisis vienen centrándose en la excepcionalidad que supone Trump, creo que no hay que perder de vista la estabilidad de fondo del sistema estadounidense. Se ha hablado mucho de los Estados “swing”, esto es, aquellos en los que no estaba claro el vencedor. Pero tales Estados “swing” solo pueden, por definición, concebirse como excepción de una regla previa que establece que los Estados han de ser “safe”, es decir, Estados que son claramente o republicanos o demócratas, y en los que el resultado es seguro. En estas elecciones había 37 Estados “safe” y 13 “swing”. Y les aseguro que en el interior de cada uno de ellos los analistas de uno y otro partido sabían por anticipado, con una exactitud escalofriante, quién va a ganar en la inmensa mayoría de cada uno de los distritos, de cada uno de los condados, de cada uno de los barrios y prácticamente de cada manzana del vecindario.
Los estadounidenses siguen sobre todo anclados en la gran división entre demócratas y republicanos preexistente a Trump, una división tan estructural que se sustancia geográficamente, mimetizándose con el mapa de tal modo que puede colorearse en el mismo con una seguridad cercana al 95%. Trump ha sido solo una suerte de erupción cutánea que ha surgido en la superficie del partido Republicano, cubriéndolo de una grasa demagógica, malcriada, faltona y beligerante que ojalá no haya invadido la piel del tejido conservador estadounidense para quedarse. No creo que lo haga, pues – como el ejemplo de McCain recuerda – son muchos los republicanos a los que ese acné gallito y adolescente no parece representarles en absoluto. Le han tenido que apoyar porque pedirles que voten demócrata o (lo que en un sistema bipartidista es lo mismo) que se abstengan es un precio demasiado alto cuando uno alberga unas ideas políticas y no otras. Pero ojalá se apliquen ahora una buena pomada y erradiquen el sebillo. Veremos.