Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, describe una escena en la que un senador norteamericano se desplaza en su automóvil hacia un parque. En el asiento trasero del coche se apretujan sus cuatro niños. Cuando llegan al parque, los niños bajan del coche y se alejan corriendo. El senador le dice a su acompañante: “Mírelos; a esto lo llamo la felicidad”. Se pregunta Kundera: “¿Cómo sabía aquel senador que los niños son la felicidad? ¿Acaso podía ver sus almas? ¿Y si en el momento en que desaparecieran de su vista, tres de ellos se lanzaran sobre el cuarto y empezaran a pegarle? El senador tenía un solo argumento para su afirmación: sus sentimientos. Allí donde habla el corazón, es de mala educación que la razón le contradiga. En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón”.
En la década de los ochenta, cuando regresó la democracia en Argentina después de la sangrienta dictadura militar, el peronismo era incapaz de elegir un candidato a gobernador para Santa Fe, la segunda provincia en importancia del país, por vía democrática. La cuestión se zanjó de manera burocrática: el sindicato vertical Unión Obrera Metalúrgica impuso a un contador, encargado regional de las cuentas de la agrupación sindical. Poco después de ganar las elecciones, trabajando yo en aquel entonces en un periódico local, recuerdo que el nuevo gobernante contaba entusiasmado que, en la campaña electoral, como nadie le conocía, su equipo de comunicación le obligaba a levantar a cuanto niño pequeño se cruzara en su camino con la intención de difundir esas imágenes, pero después, afirmaba, “tuve que empezar a quitármelos de encima: todo el mundo me ponía a su hijo en brazos”. Como dice Kundera: “El kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos”. Incluido el movimiento peronista y las monarquías europeas.
A Hillary Clinton, cuando ejercía la secretaría de Estado en su país, se la puede leer como una copia de la Golda Meir cuando fue responsable de Asuntos Exteriores del primer ministro David Ben-Gurion; la expresidenta Cristina Fernández, por su parte, comparecía, como en un juego de espejos, con la imagen de Eva Perón a sus espaldas; y, en el plano doméstico, Esperanza Aguirre representaba ex profeso una versión kitsch de Margaret Thatcher.
Cuesta encontrar sombras o ecos en un expresidente territorial que se define a sí mismo como líder en el exilio que, al igual que el presidente en la Moncloa de tanto en tanto, recurre de manera fantasmal a un plasma. ¿Y qué decir de Oriol Junqueras quien, más cercano a un escolástico medieval que a un cristiano de base, exhibe sus valores religiosos en el intento de sortear una celda? Volviendo a Rajoy: ¿no es más que un mero registrador de la propiedad que actúa desde su rol original y no del político? No se entiende lo contrario en la medida que defiende los territorios con argumentos legales prescindiendo de manera absoluta del relativismo político. En su ejercicio, interroga, al decir de Kundera, al corazón nacionalista de los españoles con la ley, corriendo el riesgo de convertir en trampantojo su letra. Porque la rigidez de las leyes debe ser interpretada con plasticidad política. ¿O de que otro modo, por ejemplo, se crea un Estado federal? Una constitución no es un manual de instrucciones. No hay nada más kitsch que esa lectura.