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Mariano Rajoy o cómo ser presidente sin morir en el intento

La actualidad informativa de hoy está marcada por el acuerdo al que han llegado IU y Podemos para acudir conjuntamente a las elecciones del 26 de junio. Habrá ocasión para analizar con detalle el impacto que dicha fórmula va a tener no sólo en la representación parlamentaria que arrojen los nuevos resultados electorales, sino especialmente en la configuración de los futuros acuerdos que puedan ir conformándose con el propósito de investir a un Presidente dispuesto a poner en marcha un gobierno encargado de afrontar soluciones para los problemas que aquejan a nuestro país. Qué duda cabe que esta alianza o acuerdo de izquierdas tendrá efectos también en las estructuras orgánicas de IU y Podemos, en el propio PSOE e, incluso, en los liderazgos personales de quienes hoy asumen las candidaturas a presidir el gobierno en cada una de las formaciones políticas que concurren a las elecciones.

Tendremos ocasión de abordar todos estos detalles y otros muchos más en las próximas semanas ya que asistimos, a nuestro juicio, al primer episodio de esta nueva etapa electoral que tendrá su desarrollo en las próximas semanas. Mientras tanto, me parece interesante detenernos a analizar la figura y el futuro de Mariano Rajoy como metáfora de una manera de hacer política que se niega a dejar paso sin antes oponer fuerte resistencia. No en vano, todos los pronósticos afirman que el 26 de junio el PP puede mejorar el resultado electoral del 20-D y, salvo acuerdo del bloque de las izquierdas, Rajoy puede ser nuevamente el Presidente del Gobierno. Ello confirmaría su capacidad para sobrevivir sin mayor dificultad a todo tipo de turbulencia política y electoral.

Se ha escrito mucho sobre la figura política de Mariano Rajoy. Su forma de de (no) hacer, de (no) comunicar, de (no) rendir cuentas, de (no) ejercer la dirección de su partido e, incluso, la (no) acción de gobierno permiten describirlo como un buen exponente de lo que podríamos calificar como el “anti-líder”. Quizás por todo ello sorprende saber que viene ejerciendo ininterrumpidamente como profesional de la política desde hace casi cuarenta años. De hecho, una vez aprobó las oposiciones de Registrador de la Propiedad, Rajoy fue elegido concejal, presidente de diputación, consejero autonómico, varias veces ministro (de Administraciones Públicas, Educación y Cultura, Interior y Presidencia), vice-presidente y, finalmente, Presidente del Gobierno de España. No está mal para alguien que carece e, incluso, parece presumir de falta de liderazgo.

En 2003, Jose María Aznar cumplió su voluntad de no repetir más de dos mandatos consecutivos y eligió a Rajoy como candidato a sucederle. El 14 de marzo de 2004 el PP perdió las elecciones y Rajoy tuvo que aguantar ocho años en la oposición, con algún amago de renuncia incluido, hasta lograr la mayoría absoluta que le otorgaron más de más de diez millones de votos en 2011. Convendría no olvidar que fue precisamente durante el tiempo que Mariano Rajoy ejerció como líder de la oposición cuando se produjeron los comportamientos políticos menos edificantes desde un punto de vista democrático. De hecho, fue entonces cuando Rajoy acordó romper la relación política con el Partido Socialista, recurrir al Tribunal Constitucional la ley de matrimonio homosexualidad, prescindir del marco institucional para solicitar firmas contra el Estatuto de Cataluña o acusar en sesión parlamentaria al Presidente del Gobierno de “traicionar a los muertos”. Nadie se ha atrevido a llegar tan lejos. Quizás la reciente referencia a la cal viva de Pablo Iglesias durante el debate de investidura de Pedro Sánchez pueda también enmarcarse en esa misma categoría.

Como Presidente del PP, Mariano Rajoy ha acumulado más poder que ningún otro presidente. Este poder, que ha ejercido sin rubor, le ha permitido sofocar cualquier intento de rebelión política de aquellos sectores más ideologizados que nunca han renunciado a un liderazgo más contundente. Gracias precisamente a ese control sobre su partido, que nadie ha osado cuestionar en público, Rajoy ha podido resistir estoicamente a los casos de corrupción que afectan a las estructuras del partido que él dirige, que han permitido pagar la sede que él ocupa, que han financiado las campañas electorales que ha dirigido y en las que ha participado o, incluso, que han enriquecido a los amigos a los que ha hecho tesoreros, ministros, diputados, etc. Una resistencia a prueba de cualquier intento de renovación generacional o regeneración democrática.

La hoja de servicios de una trayectoria política dilatada en el tiempo como la de Mariano Rajoy deja poco margen para la sorpresa. Precisamente es este rasgo de certidumbre y previsibilidad, junto al de la experiencia acumulada, la que le gusta exponer al candidato Rajoy cuando cada vez que solicita la confianza de los ciudadanos. La estrategia electoral que presidirá su campaña para el 26 de junio no admite muchos cambios máxime si, como señalan las estimaciones, los resultados le dan una mayoría que justifica, para sus críticos, su forma de ser y de hacer. Se trata, sin duda, de una conclusión que difícilmente podemos dar por válida en términos de cultura democrática y, en ningún caso, desde un planteamiento exigente en términos de rendición de cuentas, pero no faltará aquel que opine que esa es otra cuestión cuando lo que está en juego es ganar las elecciones.

En cualquier caso, debe quedar claro que se puede tener razón, no resignarse a exigir una manera de ejercer la representación y el poder de forma virtuosa y, sin embargo, perder las elecciones. Más aún, se puede estar en disposición de formar una mayoría para el cambio y, sin embargo, no lograr llevarla a buen término por razones varias. Quizás en cómo gestionan los resultados electorales los demás representantes políticos también está parte del éxito de Mariano. A partir del 26 de junio saldremos de dudas.