Cristina de Borbón y Grecia, infanta de España y Duquesa de Palma de Mallorca, ha sido imputada por delito fiscal y blanqueo de capitales. Si además declarara finalmente ante el juez Castro el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, se impartiría de manera automática una suerte de justicia poética previa a la justicia penal.
Más allá del resultado del proceso judicial, los metros de intemperie pública que habrá de recorrer la infanta hasta llegar al paradójico refugio del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma de Mallorca, supondrán para la Corona española un paseíllo de la vergüenza que será definitivo. En la imputabilidad de la hija ya se encarna la absurda, esencial injusticia de la inimputabilidad del padre rey.
El paseíllo de la infanta será un recorrido sin retorno. Incluso en el supuesto de que Cristina de Borbón fuera absuelta de los delitos por los que es acusada, la Historia de España habrá avanzado un trecho incalculable en su lento, violentado camino a la modernidad. Por rigurosos que queramos ponernos en la aplicación de la justicia, sería ingenuo pretender que en la persona de la infanta no se concitan todos sus parientes, que a través de ella no son todos ellos cuestionados.
No es un juez quien hace esa extensión, es una sociedad: por debajo de los presuntos delitos cometidos por un miembro de la Corona, lo que queda en evidencia es el modelo mismo de Estado, una forma y una jefatura que no solo ha tolerado siempre los abusos propios sino que los ha fomentado mecánicamente, pues su estructura de privilegios es caldo de cultivo natural de ese corte de culpas. Cristina de Borbón responderá en el fondo por lo que llevan siglos sin responder los suyos. Pase lo que pase después de su declaración, y por mucha desmemoria que demuestre nuestra sociedad, nada volverá a ser lo mismo. Sabemos que la justicia ha pillado a esta infanta porque se ha pasado de lista (que no de tonta) en su noción de impunidad, pero ya no queda la más mínima duda de que ella ha actuado así porque se ha desenvuelto en un contexto en el que se actúa así de oficio. Lo fundamental de tal evidencia no es que debilite aún más la ya maltrecha figura del rey, sino que deja sin el poco sentido que tiene la posible abdicación de Juan Carlos en su hijo Felipe, por limpio y reconvertido que a éste lo quieran presentar: sería insistir en una contradicción en los términos de gobierno.
Si, además, la declaración de la infanta fuera el 8 de marzo, añadiría a este hito histórico un sesgo de justicia poética que compensara, aún simbólicamente, las recientes humillaciones que las mujeres estamos sufriendo en este país. Con interesado cinismo, Jesús María Silva, abogado de la infanta, ha puesto unas palabras más a esa humillación: Cristina es la mujer enamorada que no se entera de nada por amor ciego a su marido. Más aún: por fe en el matrimonio. Una mujer ignorante, que firma sin leer, que tiene y gasta sin saber. Una mujer “extrañada y dolida” ahora. “Confianza y matrimonio son absolutamente inescindibles”, se carcajea el abogado, “y el que no lo vea así es que no sabe lo que es el matrimonio. Amor, matrimonio y desconfianza son absolutamente incompatibles”. No hay más que ver el matrimonio de Sofía de Grecia.
Nada nuevo, a fin de cuentas. Lo que viene a decir el abogado de la infanta es lo que lleva practicando la Corona borbona generación tras generación: la mujer florero, la que solo pinta la mona vestida de seda, la que llaman moderna porque compite en vela y porque le regalan un puesto de trabajo en asuntos sociales o culturales. Esa cultura. La mujer callada. En sentido estricto, Letizia Ortiz se calló, la mandaron callar, en cuanto entró en el clan. Se avino a ser la mujer discreta, escuálida y recauchutada que promueve el modelo de Estado con el que se casó. Un modelo que en pleno siglo XXI sigue saltándose a las mujeres en la sucesión de su ejercicio.
Contra todo ello hemos luchado las mujeres. El 8 de marzo se conmemoran unos derechos duramente luchados. Sería pura poética que tal día se juzgara, además, en Cristina de Borbón a quien representa lo que las mujeres no somos ni estamos dispuestas a ser.