Matar al mensajero científico
Los investigadores son uno de los colectivos mejor valorados a lo largo del mundo. Varias son las razones para ello, como su dedicación, a menudo intensa, al estudio de diferentes ámbitos de la realidad y su papel indispensable en la creación de nuevas tecnologías, tratamientos médicos y otros avances que contribuyen a mejorar nuestra vida. De hecho, en España, el grupo de profesionales mejor valorado por parte de la ciudadanía son, tras los médicos (4,57 sobre 5 puntos) los científicos (4,2), según la reciente Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología del FECYT.
Sin embargo, los investigadores no están en absoluto libres de los ataques de determinados colectivos cuando la ciencia pasa a estar en primera plana y ocupa un lugar destacado en la vida diaria de cada uno de nosotros. Hace tan solo unas semanas, los trabajadores de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) informaron a los medios de recibir acoso, insultos e incluso amenazas de muerte. La portavoz de la agencia, Estrella Gutiérrez reconocía que “Nunca habíamos recibido estos insultos, ya nos llegan hasta por teléfono”. ¿Qué “crimen” cometió la AEMET para despertar reacciones tan airadas? Informar acerca de los “chemtrails”, las consecuencias del cambio climático y sobre que la terrible sequía que padece España no iba a llegar a su fin por ahora.
Los ataques que están sufriendo los investigadores de la AEMET no son un fenómeno aislado dentro de la meteorología, otras entidades de este campo en diferentes lugares del planeta informan de sucesos similares. La desinformación en torno a la crisis climática, que tiene efectos cada vez más evidentes en el día a día, genera en algunas personas posturas extremas negacionistas y conspiranoicas. De esta forma, las voces científicas que informan en los medios con rigor y evidencia científica sobre esta cuestión se exponen al odio de los colectivos más fanáticos, completamente convencidos de que son el enemigo y de que están engañando y perjudicando a la población general.
El suceso de la AEMET y otras entidades de meteorología guarda muchos aspectos en común con los ataques que sufrieron numerosos científicos a lo largo del mundo durante la pandemia de COVID-19, simplemente por ser mensajeros del conocimiento científico. A finales de 2021, la revista Nature se hizo eco de este fenómeno en un artículo en el que decenas de investigadores contaban que habían recibido amenazas de violencia física o sexual e incluso amenazas de muerte por salir a los medios de comunicación a explicar conceptos diversos en torno al coronavirus. Además, una encuesta realizada a 321 científicos que habían hablado sobre estas cuestiones, tanto en redes sociales como en medios, mostraba que el 22 % de ellos habían recibido amenazas de violencia física o sexual y el 15 % sufrieron amenazas de muerte.
Estas reacciones hostiles durante la pandemia también ocurrieron en España, dirigidos a científicos y sanitarios. Expertos como Amós García Rojas, médico epidemiólogo y miembro del Grupo Permanente para Europa de la OMS, o Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, fueron figuras públicas muy visibles durante dicha crisis sanitaria, lo que les llevó a exponerse a multitud de amenazas por parte de los miembros más exaltados de colectivos antivacunas y negacionistas de la pandemia.
Los bulos y la desinformación, especialmente sobre aspectos vitales sanitarios o climáticos, provocan más daños de los que imaginamos. En primer lugar, llevan a las personas convencidas de relatos erróneos a actuar de forma irracional e irresponsable, en contra de su propio interés y del bien común. Esto se traslada, por ejemplo, en personas que se niegan a vacunarse, a tomar medidas para evitar contagios por el SARS-CoV-2 o a hacer esfuerzos para paliar la crisis climática.
En ese sentido, aquellos que llegan al extremo de acosar a los científicos, que aparecen en los medios difundiendo información contrastada, son la parte más visible y llamativa del iceberg de la ignorancia. Ocultas bajo la superficie, hay muchas más personas que reniegan de los datos científicos en el ámbito privado. Un importante porcentaje de ellas no cambiarán de parecer por mucha información que se aporte, porque las razones que las llevaron a creer en un discurso erróneo tienen poco que ver con la lógica y la racionalidad y mucho con la fe y el bienestar psicológico de sentirse parte de un grupo especial que cree ver más allá que el resto de los mortales.
Como dijo de forma muy acertada el filósofo Walter Lippman: “buscamos en las teorías de la conspiración lo mismo que un borracho busca en una farola: más que iluminación, apoyo”. No resulta, pues, sorprendente que al poner en peligro ese apoyo, mediante datos científicos, algunas personas se enfurezcan y ataquen: su ego y su particular visión del mundo está en juego.
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