La maternidad según Almodóvar

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Hace tiempo que el universo Almodóvar me deja frío, muy especialmente desde que abandonó su sentido del humor y quiso convencernos de que lo suyo es el drama, e incluso por momentos la tragedia. Pese a ello, espero con interés sus estrenos porque siempre encuentro en sus películas elementos que, como mínimo, me remueven por dentro. Para bien y para mal. Al margen de que como todos sabemos es el mayor experto en vendernos sus productos. Recordemos su inteligente apuesta por el cartel de un pecho del que salía una gota de leche hace unos meses. Un pecho que, por cierto, no está en la película que se anunciaba, en la que las madres no dan de mamar a sus hijas.

Madres paralelas, de la que el director ha dicho que es una película política y que, a mi parecer, no deja de ser un melodrama excesivo en el que se vuelven a poner de manifiesto sus debilidades como guionista, es un una especie de cóctel que, por acumulación, no genera emoción, sino más bien una cierta distancia y frialdad en quien, como yo, solo se cree lo que ve en la pantalla como una representación excesiva. Lo que para unos puede ser virtud, en mí provoca una saturación que me bloquea emocionalmente. La maternidad, la memoria histórica, las violencias sexuales, las vindicaciones trans, el amor entre mujeres, la voz de Lorca como paradigma de hombre que le da voz a las mujeres, todo se mezcla en una mirada que las observa sin desprenderse del filtro patriarcal. Por más que de nuevo la historia se nos pretenda vender como un paso hacia delante de un director que entiende a las mujeres, que lleva toda la vida retratándolas y que las ha convertido en el eje narrativo de su cine. De hecho, en la película que nos ocupa solo hay un personaje masculino al que ponemos rostro y presencia, sin contar al director del montaje de Doña Rosita y por más que haya otros muchos que, paradójicamente, y sin verlos, continúan siendo los dueños de la función. Los héroes del pasado, el padre con autoridad, los que son manada y campan en libertad por las calles.

No logro entender, o mejor dicho, no llega a emocionarme, la pretendida vinculación que Almodóvar quiere establecer entre la memoria histórica y la maternidad, en lo que podría haber sido una vindicación de una suerte de matria que habría convertido la película en política. Me cuesta llegar a esa conexión, entre otras cosas, porque todo lo relativo a la memoria parece metido con calzador, como quien aprovecha los vientos a favor para dejar constancia en la pantalla, sin que lo que vemos sea más que una rutinaria historia que hemos visto ya con más hondura en un documental producido justamente por El Deseo. No hay nada peor que cuando una película pretende lanzar un mensaje a la sociedad convierta a sus personajes en una especie de voceros que dan lecciones al respetable. Algo que hace el personaje de Penélope Cruz en una de las escenas más sonrojantes de la película, cuando le lanza todo un discurso bien aprendido a la joven Ana. El rostro de Milena Smit, que por cierto se merece todos los premios, incluso más que la entregada Penélope Cruz, acaba siendo el de muchos espectadores que se sentirán destinatarios de una regañina por parte de quien se erige en este caso en bandera de una causa social. Tan obvio y superfluo como la escena en que una mujer trans se congratula de aparecer como portada en una revista femenina, confirmando de esta manera estereotipos y mandatos de género que flaco favor hacen a la verdadera emancipación de las que Almodóvar contempla como heroínas. Si ser “Mujer Ahora” es eso, qué pena de memoria histórica que no tiene en cuenta cómo las mujeres han sido, entre otras servidumbres y dependencias, seres para agradar y para ser miradas por los hombres. Esos que en esta película aparecen despojados de toda responsabilidad. 

En todo caso, lo que me genera más inquietud de esta película, que el director ha insistido en que es una película sobre la maternidad, es cómo de nuevo, y siguiendo la estela de sus obras anteriores, Almodóvar vuelve a presentarnos a las mujeres como seres sacrificados, dolientes, entregadísimos, siempre en lucha. Las perfectas sujetas del melodrama. Unos seres concebidos para otros y que parece que, según la mirada masculina, encuentran una de sus mayores realizaciones personales en los hijos y en las hijas, por más que como sucede en el caso de Janis sean otras mujeres cuidadoras las que asumen buena parte del trabajo. Unas cuidadoras que la protagonista se puede permitir el lujo de pagar, aunque sea de forma precaria, y que no es la regla general para tantas mujeres, sobre todo madres solas, que carecen de los recursos que tienen las mujeres almodovarianas. Incluso el personaje de Aitana Sánchez Gijón, que pretende ser el reflejo de muchas mujeres profesionales que no están dispuestas a renunciar a sus sueños, acaba siendo tan estereotipado que pierde fuelle y la acabamos viendo no tanto como una trabajadora en lucha sino como una pija, apolítica, insoportable. Eso sí, capaz de poner toda la carne en el asador cuando interpreta a Lorca. Puro teatro.

Madres paralelas es, pues, un capítulo más de una larga serie de historias con las que Pedro Almodóvar dota de carne y sufrimiento a los que Marcela Lagarde describe como “cautiverios de las mujeres”. El problema es que el director manchego lo hace regodeándose en ellos, encontrando material sensible para el impacto emocional que pretende con sus imágenes, y no desde lo que podría ser una mirada conscientemente crítica con un estatus, el de las mujeres, que acaba siendo el de la dependencia y el silencio. En este sentido, es dramático, en el sentido político del término, el silencio que la joven Ana mantiene sobre su violación y como ni siquiera se plantea la posibilidad de abortar. Todo eso el manchego lo resuelve en cinco minutos, apelando a la autoridad del padre – ausente – y a la sumisión de la madre – sin voz. Como no deja de ser curioso que el único personaje de la película siga siendo el héroe y el que realmente tiene poder para llevar el timón de su vida. Todo ello mientras que las mujeres continúan sufriendo, llorando, enfermas, cautivas, jodidas, prisioneras, medicalizadas. Lejos de ser las dueñas de su destino, y de, cuando deciden ser madres, no seguir sometidas al mandato social que las convierte en esclavas a las que amenaza permanentemente el sentido de la culpa. En este sentido, no habría estado mal que Almodóvar le echara un vistazo a “El salto cuántico de la maternidad”, de Adrienne Rich. Es evidente, vista la película, y visto el cartel del pecho, que esta lectura falta.

Dice el personaje que interpreta Clara Sanchís en la versión de Antígona que ha escrito y dirigido David Gaitán, que todas y todos vivimos en el melodrama, y que ese es uno de los factores que explican muchas de las tensiones y decadencias que nos habitan. Desde el momento en que desde el melodrama se despolitiza la vida y se deja todo en manos de los vendavales emocionales.  Una apuesta creativa legítima, pero que, no nos engañemos, reduce a mínimos el sentido ético y político que puede tener una historia. Algo de lo que me temo saben mucho las mujeres, durante siglos carne de melodramas y objetos de la mirada de genios masculinos. Las que, como Penélope, saben llorar como nadie mientras que ellos, o sea, nosotros, continuamos tan frescos.  Y tan poderosos.