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Sí a la maternidad, pero sin que la notemos mucho

Dice un proverbio africano que para criar a un niño se necesita una tribu, pero en nuestra sociedad se ha optado por concebir la paternidad como un asunto privado, individual, exclusivo de los progenitores y, sobre todo, de la progenitora. No hay una corresponsabilidad social que comprenda la crianza como un asunto comunitario. Esto condena a muchos bebés y niños a crecer en guarderías o encerrados en casa, viendo muy poco a sus padres y madres, con niñeras en muchos casos mal pagadas y explotadas, o con abuelos cansados y con achaques. Y, si la situación económica no permite pagar a una niñera, algunas madres con sueldos ínfimos terminan abandonando el mercado laboral.

Resulta llamativo que el gesto de Carolina Bescansa de acudir al Congreso con su bebé haya sido tan criticado por periodistas y políticos. El ministro del Interior cree que es “lamentable” que Bescansa fuera con su bebé. La socialista Isabel Rodríguez ha dicho que “no es cómodo ni para el bebé ni para nosotras”, creyendo que sabe mejor que la propia madre qué es lo preferible para el bebé. Y Carme Chacón ha afirmado que “esto no hace falta”.

Cuando era ministra de Defensa Chacón fue muy elogiada por su partido y medios afines por incorporarse rápidamente al trabajo poco después de dar a luz. Pero había un detalle: su situación era casi imposible para el resto de las mujeres. Pudo hacerlo porque vivía en un ático situado en el mismo edificio que su despacho, porque contaba con al menos una niñera y porque tenía ayuda de su pareja. No todas pueden permitirse tales comodidades.

Llama la atención que la imagen de Bescansa con un bebé en brazos genere tantas críticas y la de una ministra regresando al trabajo 42 días después de dar a luz fuera tan aplaudida. Carolina Bescansa cría sola a sus dos hijos y uno de ellos es aún lactante. Eso significa que no puede separarse de él mucho tiempo. ¿Es eso una servidumbre? Sí, pero es que criar a un bebé lo es.

Recuerdo que antes de ser madre pensaba que jamás daría de mamar. Lo encontraba molesto y esclavo. Sin embargo, para mi sorpresa, cuando tuve a mi hija la lactancia fue para mí la mejor de las opciones: la más cómoda, la que menos trabajo me daba, en comparación con tener que preparar biberones, cargar con ellos e intentar que el bebé los tomara (algo difícil con muchos bebés).

En los meses de lactancia de mi hija estuve sin ir a trabajar, con una prestación por maternidad, pero hacía otras cosas, como escribir y dar conferencias. Presenté uno de mis libros en la Feria del Libro cuando mi hija solo tenía unos meses. Mamó antes y después del acto, porque un lactante no aguanta muchas horas sin mamar, y entre medias se quedó en brazos de su padre. Si no hubiera estado su padre, y si tampoco hubieran estado mis padres, es probable que hubiera optado por tenerla en mis brazos.

Nuestra “tribu” actual es la que aplaude la disponibilidad total para trabajar de las mujeres recién estrenadas como madres. La que admira a las mujeres que tienen todas las horas del mundo, sin que nada interfiera en su productividad laboral. Tal es así, que en muchas oficinas se castiga a quienes piden un permiso de maternidad mayor o incluso a quienes se quedan embarazadas.

Se elogia la entrega absoluta al trabajo mientras se desprecia la productividad social de la maternidad. Es más, se considera que un bebé interfiere en el buen funcionamiento del trabajo, de la empresa. Y los modelos actuales de trabajo, ¿no perjudican acaso el buen funcionamiento de la crianza, de los afectos, de la conciliación con la vida?

Son demasiadas las situaciones laborales que exigen a mujeres y hombres invisibilizar por completo su maternidad y su paternidad, mantenerla alejada del trabajo, compartimentada, nunca compartida. Son millones las personas que trabajan en lugares a los que nunca podrán llevar a sus bebés. Por eso mismo es necesario que las mujeres y hombres que pueden permitírselo, con proyección pública, más aún si son políticos, den un paso al frente para reivindicar el tipo de crianza que deseen, para fomentar debates muy necesarios, para reivindicar otros modelos laborales que permitan una mayor conciliación.

Desde hace siglos a las mujeres se nos ha juzgado, se nos ha dicho cómo debemos vivir, cómo tenemos que amar, cuándo podemos tener relaciones sexuales, cómo debemos actuar siendo madres.

Somos nosotras las que parimos y son muchas las mujeres que asumen buena parte de la crianza. Sin embargo, siempre están ahí esos sectores de la sociedad metiéndose en qué debemos hacer con nuestros hijos, en cómo debemos educarlos, sin que a cambio nos entreguen ni un ápice de apoyo moral o económico. Criticar y juzgar es gratis y sin embargo las consecuencias de ello pueden ser muy caras.

Las mujeres que son madres, que perpetúan la especie, se exponen a todo tipo de juicios ajenos. Se nos exige que demos vida, sí, pero silenciosamente, sin que se note mucho, sin que incordie, sin que interfiera en la vida comunitaria cotidiana, sin que influya en nuestros mundos laborales, sin que condicione las dinámicas de trabajo, sin que modifique los modos de organización laboral, sin crear espacios para los pequeños o, incluso, sin que los niños lloren en público (“¡qué maleducado!”, decía recientemente un hombre sobre un pobre niño que sollozaba en alto en un vagón de tren).

Curiosamente algunos de quienes se niegan a defender otro tipo de organización en los lugares de trabajo para facilitar la conciliación con la maternidad o paternidad han sido los mismos que han criticado a Bescansa. Da que pensar. Ahí está ese discurso que no se escandaliza con la contratación de niñeras por bajísimos salarios y sin Seguridad Social, ese que dice no al aborto, no a más guarderías públicas, no a otras dinámicas laborales, sí a la maternidad pero en casa, lejos, invisible, callada, sumisa, sin que se note. Y así, miles de años de humanidad.