Los medios públicos no son como los demás. Si bien todos los medios tenemos, o deberíamos tener, una misión de servicio público, que es la que justifica que tengamos una protección especial en la Constitución, los medios pagados con el dinero del contribuyente y con recursos y acceso privilegiado tienen un papel especialmente importante en estos tiempos de atención fragmentada e intereses espurios.
Su razón de ser es cubrir con frialdad el debate político más allá de lo que quieran los anunciantes o incluso la audiencia, informar sobre lugares descuidados por los medios comerciales, promover espacios de conversación sosegada y atender la información de servicio más básica en caso de inclemencias y otras emergencias. Muchos de estos puntos no se cumplen o no se han cumplido en España, donde los políticos han utilizado los medios públicos como un ministerio más de propaganda para hacer campaña o los han puesto al servicio de sus círculos de amigos famosillos o han amparado programas que no cumplen ningún servicio público.
Las interferencias políticas han variado según el tiempo, el político de turno y el lugar, pero la estructura ha cambiado poco pese a los intentos, por ejemplo, de elegir de manera más transparente y menos partidista los órganos de gestión de RTVE. Sin una estructura permanente que garantice la independencia de la elección de los gestores y consagre la importancia de la autonomía de los periodistas, el resultado queda al libre albedrío del partido de turno o de las circunstancias.
José Luis Rodríguez Zapatero fue uno de los pocos presidentes que apreció el valor de la prensa discrepante y se creyó (algo) la independencia de los medios públicos. Al menos en comparación con sus predecesores del PP y del PSOE.
Desde la moción de censura de 2018, el ambiente de transición ha contribuido a que sean periodistas quienes estén a cargo de los medios y actúen como tales con pocas instrucciones del despistado poder. La diferencia se ha notado en los telediarios de TVE, los informativos de RNE y la cobertura de la agencia EFE, con ejemplos de información menos dirigida, más abierta, mejor.
Pero las señales que está dando el nuevo gobierno de coalición son otra vez poco alentadoras. El cese de Fernando Garea al frente de la agencia EFE es tan descorazonador como la pseudoexplicación de la portavoz del gobierno, María Jesús Montero, de que esto “forma parte del proceso normal y habitual del inicio de legislatura donde diferentes equipos profesionales o humanos se renuevan para adaptarse”. No es “normal”. Sólo se convierte en “habitual” si los políticos siguen tratando a los medios públicos como parte de su gobierno. Y exigir a los profesionales que se “adapten” a las necesidades políticas es contrario a la esencia del periodismo.
Tampoco parece que el Gobierno tenga interés en resucitar un concurso público, abierto y competitivo para nombrar a la persona encargada de administrar RTVE.
Para cambiar las reglas hace falta que el Gobierno y los partidos políticos de la oposición se tomen en serio crear estructuras que garanticen la independencia de estos medios más allá de la tentación de controlarlos el rato que les toca.
No hay que dejar de recordar que en una democracia los medios públicos no son el altavoz del gobierno ni una extensión de su política de comunicación. Sólo tiene sentido que existan si se les deja cumplir su función de informar lejos de las presiones políticas y comerciales para llegar donde otros medios privados no llegan por falta de interés, recursos o garantías contra las presiones.
Lo que está en juego es especialmente importante ahora. Entre las voces estridentes en casi todos los medios privados, informar sin opiniones fuertes es más esencial que nunca. RTVE llega por igual a ciudadanos de izquierda y de derecha, y los sesgos de su audiencia son menores que los de la audiencia del resto de canales españoles y de la mayoría de las radiotelevisiones públicas europeas, según un informe reciente del Instituto Reuters para el estudio del periodismo.
Mantener los medios públicos sólo tiene sentido si cumplen su función de hacer periodismo con el lujo de no tener que vender ni clics ni favores a los anunciantes ni complacer al público más sectario ni a los políticos que tienen la mayoría.
Hay pocos ejemplos donde los medios públicos hayan logrado cumplir con su misión y algunos de los más exitosos están en peligro.
En Reino Unido, la BBC ha sido y sigue siendo referente de información más allá de preferencias partidistas y ha servido de contrapunto para una prensa privada que, salvo excepciones, deja mucho que desear y suele estar plagada de bulos. El Gobierno de Boris Johnson quiere acabar con su sustento y su independencia como todos los populistas de nuestra era, obsesionados con cargarse las instituciones que pueden ejercer de árbitro en el debate público.
En Estados Unidos, la radio pública NPR, uno de los mejores medios del mundo y el que mejor simboliza lo que es el servicio público, no tiene la misma influencia, pero ha conseguido crear un modelo que se basa en gran parte en las aportaciones de sus oyentes. El Gobierno de Trump ya ha intentado varias veces cortarle el presupuesto público que sigue recibiendo.
España apenas está dando sus primeros pasos en el camino por la autonomía de los medios públicos, pero el último año y medio ha demostrado que es posible una televisión, una radio y una agencia donde el poder político deje trabajar más o menos en paz a los periodistas. Sería una mala noticia que hubiera sido un espejismo o un accidente.