Sabe mejor una fresa con los ojos cerrados
Sabe mejor una fresa si te la comes con los ojos cerrados, ñam, ñam. Y lo mismo si se trata de un pepino o un tomate, no hay color: mucho mejor con los ojos cerrados. Ñam. O un filete de cerdo, un muslo de pollo, un huevo frito. Ñam. Todo sabe mejor si cierras los ojos al comerlo. Sabe mejor, y es más barato. Porque no hablo de esos restaurantes de “experiencia” donde te vendan los ojos para excitar tus papilas gustativas, ni de juegos gastroeróticos de pareja: me refiero a comer sin ver lo que comes, sin leer la etiqueta, sin conocer su procedencia, sin saber cómo se ha producido.
Alimentarse a precios razonables obliga a diario a cerrar los ojos. No mirar, no preguntar, no leer la letra pequeña, confiar en que las autoridades hagan su trabajo y todo sea legal, limpio, sostenible, incluso ético. Ojos que no ven, bolsillo que no siente. Alimentarse a precios razonables —e incluso a esos precios ya disparados por la inflación o los manejos de intermediarios— implica hacerse el tonto, sorprenderse cuando de vez en cuando sale una noticia, una denuncia de ONG o sindicatos, una campaña de consumidores europeos, y de pronto te enteras de que detrás de tu fresa, tu tomate o tu pollo ¡hay explotación laboral y contaminación ambiental! Alimentarse a precios razonables exige también olvidarnos después de enterarnos.
Acaba de llegar a España una delegación de diputados alemanes con ganas de saber cómo se producen las fresas que llegan a sus supermercados. Vienen con el ruido de fondo de una campaña en su país que llama a boicotear “las fresas de la sequía”, por el impacto de estos cultivos intensivos en plena escasez de agua, y su posible daño a Doñana, tras el plan de la Junta de Andalucía de legalizar pozos. A cambio, la campaña recomienda comprar solo productos locales y en temporada. Poca broma con los consumidores alemanes, que están más concienciados con la sostenibilidad que nosotros, y de vez en cuando abren los ojos, y pueden dejar de comer productos de Huelva o de Almería, por baratos que sean.
Los diputados alemanes quieren entrevistarse con administraciones, asociaciones de agricultores, organizaciones ecologistas y científicos. No tengo muy claro si visitarán la zona, y si lo harán acompañados o por libre. Cuidado ahí, no sea que algún diputado se meta por el camino equivocado y, más allá de Doñana, acabe encontrando no un pozo ilegal sino un asentamiento miserable donde malviven cientos de temporeros, un grupo de mujeres inmigrantes explotadas sexualmente, o incluso un poblado chabolista ardiendo. Que mucho hablamos del impacto ambiental de ciertos cultivos, y se nos olvida que en el precio (barato) va incluido a menudo el sudor, el dolor, la dignidad (y hasta la vida) de mujeres y hombres. También ahí sabemos cerrar los ojos bien fuerte, que nada nos amargue (ni nos encarezca) lo que comemos.
Recuerdo una película documental de hace años, Nuestro pan de cada día, precisamente alemana. Fascinante e hipnótica, mostraba con frialdad y belleza visual el origen de todo lo que comemos: invernaderos, granjas, mataderos, piscifactorías, plantas de procesado… Pero todo muy “alemán”: completamente tecnificado, frío y aséptico, con muy poca presencia humana, lleno de máquinas que fumigaban, sembraban, recolectaban, alimentaban animales, despiezaban… Pensé en qué película tan marciana, y qué diferente si la hubiesen rodado en el sur de Europa, metiendo la cámara bajo los invernaderos. O si aun se fuesen más al sur, allá de donde viene buena parte de la fruta y verdura que comemos en España, y que también sabe mucho mejor con los ojos cerrados.
Ante las denuncias periódicas de organizaciones de otros países (o de la mismísima ONU) y las visitas de diputados, podemos ponernos en plan “español muy español”, defender nuestros productos, acusar a los alemanes de querer en realidad beneficiar a sus propios agricultores, y exhibirnos en redes sociales comiendo fresas y pepinos con orgullo y una bandera al lado. Es decir, podemos seguir cerrando los ojos. O podemos nosotros también preguntar, denunciar, exigir que se cumplan cuanto antes los protocolos, y se respeten los derechos laborales y los derechos humanos además de la sostenibilidad ambiental. Y por supuesto, comprar productos de proximidad y de temporada. Que cuesta más dinero y más tiempo, qué me van a contar. Buen provecho.
28