El axioma de que las mujeres somos el dique de contención de la ultraderecha puede ser rebatido por los resultados de las elecciones europeas gracias al auge de líderes como Marine Le Pen y Giorgia Meloni. La primera ministra de Italia ya ha recibido el sello de calidad del moderado Alberto Núñez Feijóo, que considera que “no es homologable a la extrema derecha europea”. Ha sido como decir que los europeos nos podemos zampar sin peligro el yogur de Hermanos de Italia (FdI) de nuestra nevera porque solo han pasado tres días desde su fecha de caducidad y aún no ha criado moho como, por ejemplo, el yogur de Alternativa para Alemania (AfD).
Las encuestas en España mantienen la brecha de género en la intención de voto a Vox, con entre 6 y 8 puntos de ventaja de votos masculinos sobre femeninos. En recientes elecciones, las diferencias en países como Brasil o Austria han sido de hasta 16 puntos y en las elecciones argentinas que dieron la victoria a Javier Milei fue de 12 puntos. Sin embargo, en Francia y en Italia la brecha se reduce a 1 o 2 puntos. Si bajo el liderazgo del fundador del Frente Nacional (FN) francés, Jean-Marie Le Pen, sexo y nivel educativo eran infalibles predictores del perfil de sus votantes, su hija y sucesora, Marine Le Pen, ha revertido esta brecha de género. Y, además, en nombre de las mujeres, enarbolando la igualdad como una conquista de un Occidente amenazado por la inmigración que ella promete combatir.
Es la inmigración el principal argumento para atraer el voto femenino, que en el caso de Meloni se combina con un decidido apoyo a la natalidad de las italianas y la familia tradicional. Aunque ha prometido no derogar el derecho al aborto, ha aprobado permitir a los activistas antiaborto entrar en las clínicas donde se practican interrupciones del embarazo, un ejemplo que ilustra cómo la dirigente consigue nadar y guardar la ropa. Cuenta con un apoyo transversal amplio en su país pero su mejor actuación la reserva para la política exterior, donde ha dejado de lado sus críticas a la UE, y combina su compromiso con la OTAN y la defensa de Ucrania con una oposición implacable a la inmigración y la política climática. La extrema derecha europea, tradicionalmente más cargada de testosterona y machos alfa, ha comprendido que Meloni marca el camino del gran avance ultra que se avecina. Una senda más pragmática y diplomática, más sutil, para intentar esconder la querencia por la polarización, el totalitarismo, el ultraliberalismo, el desprecio por la justicia social o la xenofobia.
Evitar el gran reemplazo, esa teoría de la conspiración que dice que los europeos seremos sustituidos por inmigrantes, especialmente árabes y africanos que en la retórica de defensa de las mujeres jugaba un papel central. En 2017 Le Pen se proclamó feminista “no hostil”, deslizando en su discurso uno de los mantras de la ultraderecha: el que identifica feminismo con odio hacia los hombres. Las grandes líderes de este movimiento, ellas, han acuñado un feminacionalismo de corte conservador y xenófobo. En esta liga juega también Silvia Orriols (ACN) que ha irrumpido en el Parlament catalán con este programa y en el que las mujeres son el eje central de una ideología excluyente. Olvidando que el rostro de la inmigración en España, también el de la ilegal, es otra mujer con hijos dispuesta a cuidar de niños y viejos ajenos y recoger la fresa por cuatro euros. Esa mirada más clara hacia “el otro”, hacia el que se supone extraño, explica la tradicional reticencia de las mujeres a votar a la ultraderecha, aunque sean muy conservadoras.
No es el único motivo. Las mujeres, en general, se expresan y votan de forma más moderada que los hombres, incluso cuando valoran cuestiones de la misma forma. Y los hombres son más propensos a expresar sus posiciones extremas votando a partidos radicales. Las mujeres ven reforzada esa aversión por fotos como la de Milei con el empresariado español, en la que solo hay hombres, pero que se repite en muchos eventos y manifestaciones asociados a posiciones de ultraderecha. Una “estrategia consciente” de los nuevos ultras aceptables para atraer al electorado femenino es la adopción de posturas más flexibles en cuestiones de género y la inclusión de más mujeres entre sus líderes.
Es evidente que ni Le Pen ni Meloni abanderan leyes y políticas que busquen promover la educación y la sanidad públicas, romper los techos de cristal, avanzar en igualdad de género o luchar contra la violencia machista. Pero sí existe una tendencia creciente a resignificar valores como la igualdad y la libertad en contra de la mayoría de las mujeres, añadiendo su toque de miedo no al otro, a otras mujeres. Convendría conservar nuestro escepticismo femenino ante esa “Europa civilizatoria”, esa Europa de los patriotas que ha dejado de ser marginal para convertirse en corriente principal. En estas elecciones que se avecinan, y a pesar de los cantos de sirena de Meloni o Le Pen, no deberíamos olvidar que la ultraderecha nunca ha hecho nada para defender la libertad de ser quienes somos y queremos ser.