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El círculo vicioso de negar nuestra historia

Ortega Smith abandonando el pleno de Cibeles en el que acabó siendo reprobado
7 de enero de 2024 22:04 h

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En una convalecencia de gripe A que parecía interminable vimos Nostalgia de la luz, el documental que Patricio Guzmán rodó en 2010 en el desierto de Atacama, en Chile. Me fascinó la correlación que establece entre astronomía y arqueología (la memoria del universo en las estrellas, a través de uno de los telescopios más potentes del mundo; la memoria en la piedra tallada de los pueblos preincaicos y de las hordas conquistadoras y extractivistas), y me sobrecogió el tercer vértice que las une en su relato: las mujeres chilenas que, en esa inmensidad inabarcable, buscan restos de los restos de sus personas queridas secuestradas, detenidas-desaparecidas por la dictadura chilena del militar asesino Augusto Pinochet. Esas tres memorias –astronómica, arqueológica y política– forman algo que recuerda al Triangulum: una constelación de vestigios.

Las mujeres en el desierto de Atacama buscan huesos de sus hermanos, de sus parejas, de sus padres y madres. A veces el hallazgo es una simple astilla. Posado sobre la palma de una mano, ese ápice de vida es el único indicio de lo que era un cuerpo con una biografía, una familia, un oficio, unos estudios, unas ideas. Todo ello desapareció forzosamente por medio de la violencia, de la violación de los derechos de aquel, de aquella, en quien, antes del secuestro político, esa pequeña astilla era parte de una pierna, de una clavícula, de un cráneo. Antes de ser lanzados desde aviones militares, soterrados en el territorio de la nada. Esos cuerpos, esas vidas, no han sido olvidados porque hay mujeres que rastrean despacio el infinito de su ausencia. Sobrecoge pensar, no obstante, que el resto del mundo haya olvidado que esos cuerpos se volvieron traza de sí mismos a golpes, a torturas, a disparos.

Los palos que recibió en Ferraz un muñeco que pretendía representar a Pedro Sánchez (inútilmente, por cierto: era un adefesio irreconocible) fueron dados con una saña que evocaba la violencia con que los fascistas dan palos de verdad. Un hombre fue grabado mientras lo apaleaba con un odio minucioso, que marcaba la cadencia de un ritmo perturbador. Apaleaba basculando el cuerpo para seguir la partitura que siempre han seguido los fascistas (los ultraderechistas, los ultracatólicos, los ultrapatriotas) en todas partes del mundo: la marcha fúnebre de un crimen sistemático, ordenado, metódico, de solución final. En sus fosas comunes hay disidentes de diversa condición: personas de todas las izquierdas, intelectuales rebeldes, sindicalistas, maestras libertarias, activistas por los derechos humanos y no humanos, maricones, bolleras (de las personas trans ni hablamos: las apalean también los apaleados, las bolleras, las feministas, dicen).

Pocos días antes de ver cómo pegaban a ese monigote (que, de parecerse a alguien, se parecía más a Carlos Arias Navarro que a cualquier otro presidente del Gobierno español), se cerraba en Formentera la segunda fase de exhumaciones de víctimas del franquismo en el Cementiri Nou de Sant Francesc. Los del palo eran los mismos: los de hoy, hijos y nietos de los fascistas de entonces. Se han recuperado los restos de 23 cuerpos, así como “tres conjuntos de huesos desarticulados”, que podrían pertenecer a presos fallecidos entre 1941 y 1942 en la cárcel franquista de Sa Savina, conocida como Es Campament. Tres conjuntos de huesos desarticulados del cuerpo, de la biografía, de la familia, del oficio, de los estudios, de las ideas que un día fueron. Veintitrés cuerpos y tres conjuntos de huesos desarticulados por los antepasados de los de Ferraz. Ortega Smith también había estado en Ferraz, dirigiéndose a las unidades policiales como quien dirige un requeté. Y acabó llevando al pleno del Ayuntamiento de Madrid la violencia que defendió en la calle. Está mal la violencia en la calle, pero está mucho peor en lo que ha de ser únicamente terreno de la palabra y el consenso democrático.

Obviamente, no son demócratas. Son fascistas que han usado las herramientas de la democracia para tomar posiciones en las instituciones y, desde ellas, lanzar botellas de agua a sus adversarios políticos. Ortega Smith azotó los papeles del concejal de Más Madrid Eduardo Rubiño con el mismo gesto con el que le habría cruzado la cara, con la misma saña con la que azotaban en Ferraz al monigote que representaba a Pedro Sánchez aunque parecía Arias Navarro, con la misma furia en la mirada, en los labios apretados, en el cuerpo que se inclina hacia su víctima y se contrae para no reventarle la cabeza. Lo malo es que pase eso en el pleno del Ayuntamiento de Madrid porque legitima lo peor: que se abra la veda en la calle. Suele hacerse al grito de “rojos de mierda”, como se ha gritado en Ferraz. A fin de cuentas, lo de su monigote tuvo un escalofriante antecedente: Santiago Abascal asistió a la toma de posesión del fascista Milei y afirmó que “habrá un momento en que el pueblo querrá colgar de los pies a Pedro Sánchez”. Obviamente, no son demócratas.

Se discute si, en términos jurídicos, apalear a un muñeco o imaginar colgado de los pies a una persona que es presidente del Gobierno por vía democrática constituye o no un delito de odio. Quizá no. Quizás, incluso, eche un poquito para atrás a algunas de esas personas que votaron a Vox, y pasen a aumentar las 700.000 que dejaron de votarlos las últimas elecciones. Quiero creer que pocas personas quieren ver al portavoz de un partido agrediendo físicamente a un concejal en un pleno municipal. Pero debemos estar alerta porque eso ya ha sucedido. Y porque aquí no sólo no se ha pagado la deuda democrática que contrajo el franquismo, sino que tenemos a sus herederos lanzando botellas en las instituciones democráticas.

Así pues, en esta convalecencia casi interminable, hemos escuchado a Mercedes Salado, antropóloga forense que ha trabajado durante décadas en la identificación de los detenidos-desaparecidos en Latinoamérica. Dice que le da vergüenza la falta de voluntad política en España para enfrentar su responsabilidad con la memoria histórica. Dice que España tiene el orgullo de haber conseguido la detención de Pinochet, gracias al juez Baltasar Garzón; que se ha atrevido a juzgar los vuelos de la muerte en la dictadura militar argentina; que ha aplicado la justicia universal, pero que ha olvidado, dice Salado, a sus propios desaparecidos, que incluso los ha negado como política de Estado. En Argentina, dice, hay una política de Estado de búsqueda de sus detenidos-desaparecidos (de hecho, las Abuelas de la Plaza de Mayo se organizan ahora y pasan el relevo a sus nietos para plantar cara al negacionismo de Milei). En Chile se ha intentado igualmente (aunque Patricio Guzmán ha denunciando varias veces la censura en su país de su obra). En España no hay voluntad de buscar e identificar a esos ciudadanos y ciudadanas que fueron asesinados por el Estado, no hay voluntad de investigar y reparar; algo, recuerda Salado, que no debe depender de los gobiernos.

¿Qué hace España con los herederos de la violencia fascista? Nada. Permitirles que campen a sus anchas. Hace unos días Ortega Smith intervino en el Ayuntamiento de Madrid en un acto de reprobación de su conducta violenta contra el concejal Rubiño. Dijo que la reprobación le importa “un rebledo”. Parte de su intervención la pasó con una botella de agua en la mano. Mercedes Salado dijo también que en España vivimos en el círculo vicioso de negar nuestra historia. La botella de agua de Ortega Smith orbita, impune, en ese círculo. Mientras neguemos quiénes son y qué hicieron éstos que ahora ocupan espuriamente escaños democráticos, nuestra vida política seguirá viciada. Seguirá la enfermedad de la desmemoria. Y no podremos salir de la vergüenza, ser dignas como mujeres que buscan trozos de huesos en la inmensidad de la nada.

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