El 3 de julio de 2005 entró en vigor la ley que reformaba el Código Civil permitiendo el matrimonio entre personas del mismo sexo. Hace ya diez años de esta ley que no sólo no ha destruido la familia, como algunos vaticinaban (el Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz sigue temiendo incluso por la propia “pervivencia de la especie”), sino que se ha limitado a ser reflejo de la diversidad existente, reconociendo, equiparando y garantizando derechos; reflejo, además, de un amor “que no se puede recurrir”, como nos demostró Pedro Zerolo, gran impulsor de esta ley, casándose un día después de que el Partido Popular interpusiera el “recurso de la vergüenza” ante el Tribunal Constitucional.
La aprobación del matrimonio igualitario es un ejemplo de que, con voluntad política, se puede avanzar en la creación de una sociedad más justa, más equitativa, más digna. Pero también es ejemplo de las resistencias que pueden llegar a ofrecer aquellos que no creen en los derechos de todos, sino sólo en sus privilegios: también se requiere voluntad política para, una vez dado un paso, luchar contra esas resistencias y poder seguir avanzando.
El camino hacia una sociedad que garantice plenamente la igualdad de derechos ha estado (y parece seguir estando) lleno de obstáculos, de avances y retrocesos. Y últimamente, no podemos olvidarlo, asistimos a un repunte en las agresiones a personas lesbianas, gais, transexuales y bisexuales por el mero hecho de serlo, por el mero hecho de amar (y manifestar ese amor) de forma diferente a quienes intentan imponer la heterosexualidad como “lo normal”.
Las agresiones motivadas por homofobia se están consolidando como el principal delito de odio (aquellos delitos en los que la persona agresora elige a su víctima por pertenecer a un determinado grupo social según su edad, raza, orientación sexual o identidad de género, estatus social…). Según reportan las asociaciones LGTB, el Ministerio del Interior (en su Informe 2014 sobre los delitos de odio en España) y las propias Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, de los más de 1200 delitos contabilizados en 2014, el 40% estuvieron relacionados con la orientación sexual o la identidad de género de la víctima.
Cada informe, cada cifra, cada dato sólo muestra una parte del problema: el mayor, sin embargo, es que desconocemos su verdadera magnitud. Una sociedad que se enorgullece de su apertura y diversidad no puede permitirse ceder al discurso del odio que, desde muchos y muy poderosos frentes (medios de comunicación, púlpitos y boletines oficiales), estigmatiza, invisibiliza y hace vulnerables a las personas LGTB, abonando el terreno para los agresores.
Sería injusto negar el enorme recorrido avanzado en materia de igualdad, aunque sólo fuera por hacer un merecido reconocimiento a las y los activistas que, de forma generosa e incansable, se dejan la piel en esta –muchas veces ingrata– carrera de obstáculos. Pero el camino es largo y el trabajo muy profundo, pues no nos conformamos con una sociedad en las que algunos de sus miembros tengan que protegerse o “andar con cuidado”: queremos sociedades dotadas de las herramientas (educativas, legales, policiales) que garanticen el pleno ejercicio de los derechos de todos y todas. Porque los derechos LGTB, no lo olvidemos, no son ni más –ni menos– que derechos humanos.