Jueves, 28 de enero de 2016. Llueve sobre Madrid (por fin) y en el auditorio Marcelino Camacho de CCOO, en el Paseo del Prado, no cabe ni un alma más. Se presenta el libro La matanza de Atocha, de Jorge e Isabel Martínez Reverte. Han pasado 39 años y tres días -menos tres horas- desde que los matones de la extrema derecha entraran al despacho laboralista de la calle Atocha. A punta de pistola, obligaron a nueve personas a poner las manos en alto, mientras recorrían el piso soltando disparos y preguntaban por el sindicalista Joaquín Navarro. Después... “uno por uno, los nueve van cayendo al suelo y sobre el sofá. Cuando todos están abatidos, los pistoleros rematan la tarea disparando una quincena de veces sobre los cuerpos de los desvanecidos. Lo hacen de forma sistemática, fría, sin demasiadas prisas” relata el libro de los hermanos Reverte.
Muy poca fue la gente que abarrotaba el Marcelino Camacho que pudo huir del dolor, del nudo en la garganta, en el estómago, de los ojos húmedos ante la presencia de algunos de los protagonistas y sus palabras: Alejandro Ruiz-Huerta, el último superviviente del atentado, Manuela Carmena -entonces compañera y administradora de los dos despachos de Atocha-, Paca Sauquillo, hermana de uno de los muertos, o Cristina Almeida, abogada del mismo despacho. Había más. Familiares de las víctimas, hijos y nietos, antiguos militantes de aquellas Comisiones Obreras o del PCE, compañeros de profesión, catedráticos, historiadores y algún político en activo: Ángel Gabilondo, líder de la oposición socialista en la Asamblea de Madrid, y Ana D'Atri, diputada socialista en esa asamblea que son amigos de los autores del libro. En lugar de Alberto Garzón, cuyas siglas serían las herederas directas de los muertos en Atocha, asistió la número dos por Madrid Sol Sánchez y otros compañeros, que le han representado en los actos. El líder malagueño tenía otros compromisos según IU. Muy importantes han debido de ser.
A un cuarto de hora o veinte minutos andando del auditorio Marcelino Camacho se encuentra el Congreso de los Diputados, allí donde han ingresado hace quince días los 90 diputados del PSOE, los 69 -65 más 4- de Podemos, los dos de Izquierda Unida. Por nombrar lo que se viene llamando la izquierda. Tampoco estuvo Pablo Iglesias –que cada día se proclama de izquierdas, con padre y abuelos represaliados por el franquismo- ni nadie del PSOE de Pedro Sánchez, tuvieron a bien asomar sus rostros por el auditorio. Algunos como Podemos, “declinaron la invitación al acto” porque aunque son partidarios de que se monten esas cosas, prefieren no mezclarse.
En Atocha murieron abogados laboralistas, de barrio, luchadores por los más desfavorecidos, además de defensores de represaliados políticos. No murieron en vano, porque Atocha contribuyó a salvar la recién nacida democracia. Como recordaron los asistentes, la matanza más el ejemplar y memorable entierro de tres de los abogados el 26 de enero posibilitaron la legalización del PCE en el Viernes Santo del mes de abril de 1977. Y tras el PCE, la de otras decenas de partidos “de la izquierda radical” de entonces, acallando a las voces partidarias de limitar la legalización de las organizaciones políticas al PSOE, por miedo a los militares.
En aquellos días brutales, convulsos, con los secuestros de Oriol y Villaescusa y el GRAPO en forma, las muertes de otros dos estudiantes –Arturo Ruiz y Mariluz Nájera- fueron capaces de hablar y coordinarse los abogados del despacho, las cúpulas del PCE y CCOO con un personaje como el decano del Colegio de Abogados Antonio Pedrol Rius, el ministro de Gobernación (Interior) Rodolfo Martín Villa y el entonces director general de la Policía, Juan José Rosón, los tres últimos de extracción franquista para que el entierro se convirtiera en una manifestación de dolor y paz a la vez.
Tanto Martín Villa como Rosón confesaron la falta de fuerzas en las que confiar para garantizar a los comunistas la seguridad durante el entierro. Pedrol aceptó abrir el Salón de Togas del Colegio de Abogados y los comunistas se encargaron del servicio de orden en el acto. El propio Pedrol Rius encabezó la representación oficial de los abogados en el entierro que se convirtió en un símbolo de la Transición. Hoy, los líderes con menos distancia ideológica prefieren despacharse en 140 caracteres, no sea que tocar piel, sentarse uno frente a otro, les contamine.
Atocha fue otra muestra del inicio del consenso, de esa transición de la dictadura a la democracia que sólo puede ser una, en palabras de los presentadores del acto. Aquella Transición que trajo la democracia costó sangre, dolor y lucha por las libertades. En lo que estamos ahora, apuntaban Alejandro Ruiz-Huerta -el único superviviente- Sauquillo o Cristina Almeida desde la primera fila, es en un esfuerzo para mejorar la calidad de una democracia que necesita regenerarse, revisar o cambiar la Constitución del 78, proteger y ampliar libertades y derechos. Pero ahora no hay que dejar atrás un dictador sanguinario.
¿Es esta disensión en los matices entre la Transición del 78 y esta “segunda transición” de la que hablan los nuevos políticos la razón por la que los líderes jóvenes de la izquierda ningunean actos como los homenajes de Atocha, en vez de reivindicarlos, de recordar que los llevan en su ADN? No, sería demasiado banal y bobo. Podemos llamó para “declinar la invitación” al acto porque les parece bien que se organicen esos saraos, pero no son partidarios de meterse en ellos. De la Izquierda Plural, siempre podrán excusarse en que estaba repleto de antiguos miembros de Comisiones y del PCE y no están las cosas para armar jaleo en la sopa de siglas. Del PSOE -la presencia de Gabilondo y D'Atri atenúa la ausencia solo ligeramente- porque no quieren ser acusados de monopolizar a los muertos de los comunistas si van a un acto así.
No, las razones son más tristes. Están profundamente ocupados en organizar el poder, en los pactos para un posible Gobierno y hace tiempo que no tienen un rato para pararse, reflexionar, estudiar y recordar quienes son o quienes pretenden ser. De donde vienen o de donde dicen que vienen, apresurados como van por el cortoplacismo y la cuchillada del izquierdoso de al lado. En eso sí que cumplen con la herencia que dicen tener, la de pelearse y apuñalarse entre las izquierdas, que recuerdan tan bien los abuelos. Pararse a reflexionar sobre lo que La Matanza de Atocha significó en la historia reciente no entra entre sus prioridades actuales, aunque hayan crecido en democracia en parte gracias a aquellos muertos y otros tantos que, como recordó Alejandro Ruiz-Huertas, la Transición se dejó en las cunetas.
Hay otro punto clave. No son pocos los jóvenes diputados de los partidos de izquierdas –los de derechas ya han llegado con la memoria enterrada- que no tienen idea de lo que significó la matanza de Atocha. No se lo han enseñado en el colegio y sus actuales líderes, los de partidos y organizaciones de izquierdas, prefieren ningunear estos actos, no vaya a ser que al significarse políticamente les hagan perder votos en una sociedad transversal, dicen ellos, que ya no es ni de izquierdas ni de derechas.
Lástima. Como recordaron los presentes, los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.