Los menas son ahora niños por orden de Feijóo

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El PP se ha quedado afónico después de una década compitiendo a gritos con la extrema derecha. Ayer, en la rueda de prensa que ofreció Joaquín Segado, portavoz del Grupo Parlamentario Popular en la Región de Murcia, apeló a la responsabilidad y a la solidaridad entre comunidades autónomas para defender la decisión de acoger a veinte menores extranjeros provenientes de Canarias. “Son niños”, dijo. Por fin son niños, y no esa otra cosa, inefable, criminal y peligrosa, de la que venían advirtiéndonos años. Hace unos días, Sergio Fanjul decía en El País lo siguiente: “En Gaza se asesina niños en números industriales. En España se monta la de Dios por acoger a niños migrantes (...) y 10.000 niños madrileños se quedan sin escuelita. ¿Qué nos pasa con los niños?”. Y lo que nos pasa es que empiezan a convertirse en rehenes políticos.

Siempre se ha utilizado la niñez en los discursos para apelar a los retales más sensibles del alma de los electores, pero –que yo sepa– hasta ahora no habían hecho de peones el tablero de la realpolitik. Los menas vuelven a ser niños por orden de Feijóo, porque llegados a este punto no les queda otra que disimular que son mejores personas –más humanos, al menos– que sus socios. La inmigración ilegal está siendo para el presidente popular lo que la guerra de Vietnam fue para Richard Nixon; solo puede aspirar, como diría Roger Senserrich del mandatario estadounidense, a una mayoría –su mayoría– silenciosa que ansía una paz honorable al conflicto y no una rendición incondicional de consecuencias impredecibles. El problema es que su narrativa todo este tiempo, tratando de emular la agresividad y apoteósica urgencia de apocalipsis de la extrema derecha, ha colocado a buena parte de sus votantes en una postura de la que no hay marcha atrás, por lo que tiene que dar por perdido su voto más radical.

Hay un refrán que no recuerdo si lo inventé yo o lo leí por ahí que decía: “Todos muy machos hasta que vuela la cucaracha y todos muy de izquierdas hasta que aparece un gitano”. Los únicos realmente cómodos hablando de inmigrantes son los que tienen un discurso más sencillo: fronteras cerradas y visados de trabajo y turista –a según qué países– y sanseacabó. Estos son racistas, sin careta, sin peros ni sonrojo; sabemos que están ahí, quiénes son y cómo piensan; el problema está en todos los demás. En España, una persona racializada sigue siendo un elefante en la habitación: hasta el más progresista es incapaz de dejar de mencionar el color de piel. Para los conservadores es fastidioso decir que les preocupa que su religión no sea la mayoritaria ni su casposidad la más casposa de las vigentes; para ciertas alas de la izquierda, su incapacidad de separar al migrante como individuo de la migración como fenómeno los lleva a la inacción; y luego hay otra izquierda que aprovecha cada ocasión para hacer el ridículo y con el caso de la inmigración no iba a ser diferente.

Estos días de Eurocopa se está hablando muchísimo de Lamine Yamal. Ese chaval juega exactamente como uno sueña hacerlo cuando tiene su edad, y tiene esa cualidad, con aires de superpoder, que es la potestad para humillar y la humildad para no hacerlo. Y deberíamos estar hablando –solo– de eso. La cuestión es que, fútbol aparte, Yamal se ha convertido en un arma política. Es hijo de un marroquí y una ecuatoguineana, lo que quiere decir que, a priori, el chaval no es blanco. Esto podría dar igual a cualquier persona normal, pero ancha es Castilla. Bertrand Ndongo, el mayordomo microfonado de Javier Negre, un camerunés que no se ha perdonado a sí mismo haber nacido negro, dijo el otro día que Lamine, nacido en Esplugat del Llobregat, nunca será español. Ndongo no tiene la nacionalidad española. Vito Quiles se preguntaba que qué selección era esta, mostrando una foto de Yamal y Nico Williams; su primer apellido es Zoppellari. Pero lo vergonzoso no acaba en estas lindes.

Yolanda Díaz e Irene Montero celebraban en redes sociales que sea un hijo de inmigrantes el que haya metido a España en la final y con ellas un discurso de doble filo que, por supuesto, no saben gestionar. Arbolear a un niño de 16 años que resulta que es el nuevo Messi y gritar a los cuatro vientos que sus padres nacieron en no sé dónde no es la proclama antifascista que creen que es. Tampoco lo es preguntar que quién va a cuidar de nuestros ancianos o a recoger la fruta. La narrativa burguesa de la meritocracia perpetúa la idea de que uno de fuera debe hacer una proeza sin precedentes en el mundo para ser aceptado en la sociedad, o que su papel es necesario para realizar tareas pesadas, denigrantes o mal pagadas. El papel de la izquierda es sacar la inmigración del debate político, porque debatir sobre si dejar morir a niños –y adultos– en el mar es exactamente lo mismo que discutir si los vacunamos o no.