A estas alturas, como decía aquel, el único mensaje que espero del rey es el del que abandona el trono y disuelve la casa real y la monarquía. Sin esperar tanto del discurso navideño de hoy, este año ando tentado de verlo llevado por una intuición: que este será su último mensaje de nochebuena.
No es que pretenda sustituir a aquellas pitonisas que los periódicos solían consultar por estas fechas para la típica noticia de pronósticos del nuevo año, pero aquí va mi vaticinio: 2014 será el año en que despediremos al rey Juan Carlos. Cuando acabe el año me lo reprochan si me equivoqué, o me felicitan si acerté, pero esa es mi apuesta.
No, no corran a coger la bandera tricolor, que no estoy diciendo que vayamos a proclamar la Tercera República en los próximos doce meses. Estoy hablando de otro escenario, mucho más probable: la abdicación del actual rey.
Ya hace unos meses se habló del asunto, a cuenta de sus problemas de salud y los escándalos suyos y de su familia, y se abrió un breve debate político. Hasta recuerdo un momento, en vísperas de la pasada semana santa, en que circuló con fuerza el rumor de que la abdicación era cuestión de días.
Pues bien, tras el amago de abdicación, que sirvió para crear ambientillo y ver cómo respondían unos y otros, estoy convencido de que en los próximos meses asistiremos al relevo en el trono. En su día dijeron que si no lo hacía ya era por la incertidumbre del propio heredero, y porque el rey prefería esperar a que los escándalos escampasen para irse por la puerta grande y con todos los honores.
A la espera de ver qué pasa con la Infanta (si es imputada y luego desimputada otra vez) y con su marido (que acabará negociando para aceptar una condena menos dura), lo cierto es que el resto de escándalos que desgastaban al rey se han disuelto: Corinna, la cuenta suiza, el safari.
2014 va a ser un año movido, de conflictividad social -por la crisis que ahogará un poco más a los ya asfixiados-, y también institucional por el proceso catalán. La abdicación y la subida al trono del príncipe es un buen golpe de efecto que en algún momento puede servir para desviar la atención, para cambiar las prioridades y devolver la iniciativa perdida a la corona. Hasta serviría para empujar esa “segunda transición” que algunos pretenden colarnos como sucedáneo a las ansias ciudadanas de transformación. Pero hay más: con ese horizonte de conflicto, cuanto más tarde en subir al trono Felipe, más le costará consolidarse como rey. Ya está tardando, el tiempo juega en su contra.
El rey, por su parte, está ya más que amortizado, su tiempo pasó, no aporta nada, no es garante de nada, ni de equilibrios políticos ni de unidades nacionales, y sí una fuente de imprevistos por su edad, su salud, sus amistades, su familia y sus costumbres.
Ya puestos, el rey podía despedirse a lo grande: que anunciase su marcha esta misma noche, en pleno discurso navideño, cuando estamos todos cortando jamón y descorchando botellas sin hacerle caso, hasta que el niño grita: “papá, que el rey ha dicho que se va”.