Es la noche más tradicional, también la más mágica e ilusionante: la noche de los reyes. Desde días atrás no se habla de otra cosa: ¿qué nos encontraremos este año? ¿Habrá alguna sorpresa, o será lo esperado? ¿Alguien se portó mal y recibirá carbón? Y a la mañana siguiente, todos comentando lo que dejó la noche mágica: algunos muy satisfechos, presumiendo; otros decepcionados, esperaban más; y luego, los que nunca están contentos, los que no gustan de la tradición, los que no creen en los reyes ni en la magia.
¿Reyes magos? No, yo estaba hablando de los reyes de España, en su noche más tradicional, y hasta mágica e ilusionante para los monárquicos: el mensaje navideño de cada 24 de diciembre. Desde días atrás no se habla de otra cosa en los medios y en la política: qué nos encontraremos, qué dirá el rey. ¿Habrá alguna sorpresa, un mensaje con carga política? ¿O será lo esperado, lo de siempre, la grisura institucional, hueca y pomposa? ¿Alguien se portó mal (los independentistas, quién si no) y recibirá carbón (una contundente referencia a la Constitución, el Estado de Derecho y la unidad de la nación)? Y al día siguiente, políticos, periodistas y tertulianos comentando qué dejó la noche mágica de la democracia: los satisfechos, los que presumen de rey sensible a los problemas actuales y las causas sociales; los decepcionados porque sus palabras no representen a todos por igual, o porque esperaban más en un momento crítico como este; y los que nunca estamos contentos, los republicanos, los que no gustamos de la tradición monárquica y no creemos en los reyes ni en la magia de la monarquía parlamentaria.
El paralelismo es evidente, disculpen la obviedad: reyes magos y reyes de España, el mismo tipo de pensamiento mágico: cada uno con su tradición, sus rituales, sus defensores entusiastas, sus colaboradores imprescindibles, sus mentirijillas y su ilusión; aunque con consecuencias muy diferentes en cada tipo de creencia. Que los niños se porten bien y esperen expectantes a los reyes magos, y las madres y padres nos esforcemos para que el despertar del 6 de enero sea mágico, es algo bonito e inofensivo. Que en cambio políticos y periodistas se esfuercen cada año para que nos portemos bien y esperemos expectantes el mensaje del rey, y que despertemos el 25 de diciembre pendientes de lo que dijo y cómo lo valoran nuestros representantes y medios, es más bien inmadurez democrática. Y no es inofensivo.
Uno espera que con los años a los monárquicos se les pasará la ilusión por el mensaje navideño, pero ahí están, año tras año los mismos representantes políticos, periodistas y tertulianos tomándose muy en serio el discurso, interpretándolo, valorándolo, encomiándolo. Como ya no son niños, cabe pensar que se comportan como esas madres y padres que en estas fechas muestran tanta o más ilusión por los reyes magos que sus propios hijos, para que no decaiga la tradición, para que sigan creyendo y no hagan caso a los rumores. Vamos, que nos tratan como menores de edad (democrática).
Al final, siempre viene el descreído que te chafa la ilusión y te dice que no, que los reyes no existen, que son solo una figura institucional, sin poder ejecutivo; y que sus palabras siempre son aprobadas, cuando no directamente inspiradas, por el gobierno de turno. Y uno, al hacerse mayor, nunca sabe qué es peor: que sea verdad o mentira, que los reyes existan o no, que haya magia o todo sea un montaje, que el gobierno le dicte al rey lo que debe decir (y en ese caso sería un ejercicio de ventriloquia prestigiosa al servicio del partido gobernante); o que el rey, cuya legitimidad es democráticamente cuestionable (ser hijo de), pueda hablar por libre, decir lo que piensa y mandar mensajes a los niños, perdón, a los ciudadanos.
Felices fiestas.