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Merece la pena dar la batalla por el mundo

Díaz, Sánchez y Belarra.
3 de abril de 2024 22:13 h

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Vivimos en un mundo convulso, donde el estruendo de la guerra se entrecruza con las llamadas de emergencia de un planeta desbordado en sus límites por la dinámica del insaciable sistema capitalista. La angustia se extiende mientras la esperanza parece desvanecerse, dejando lugar a la resignación y a la reacción. En este contexto, los proyectos emancipadores se encuentran en retroceso o a la defensiva.

En España, el ciclo político iniciado en 2011 con el movimiento del 15M, y continuado en 2014 con la llegada de Podemos al panorama institucional, ha sufrido un quiebre. Durante todos esos años vimos una gran eclosión de propuestas, iniciativas y participación política desde la izquierda. El punto de inflexión llegó en algún momento de 2016, cuando el apoyo electoral a Unidas Podemos comenzó a debilitarse y empezaron a aflorar las divisiones en la izquierda institucional. Desde entonces las izquierdas españolas están comprobando cómo se marchita progresivamente su apoyo electoral, lo que coincide en el tiempo con la consolidación sociocultural de las posiciones más reaccionarias en todo el Estado. La izquierda resiste en el Gobierno, pero lo hace con una gran debilidad social, cultural y política. 

Ante esta situación, una parte de la izquierda ha optado por retirarse a una posición defensiva. Es un proceso natural que ocurre en los momentos descendentes de un ciclo político. Han llegado a la conclusión de que ya está todo perdido y que lo que toca es la noble tarea de resistir. Han vuelto las llamadas a filas, las viejas interpelaciones a las identidades cerradas e inflexibles y, sobre todo, ha vuelto el abandono de la táctica. Todo ello es el resultado de asumir la derrota.

Durante mi participación en estos eventos durante los últimos doce años, he sido testigo de una transformación sorprendente en ciertos sectores de la izquierda. Han pasado de rechazar toda posibilidad de debate sobre aspectos como la forma del Estado –monarquía o república–, la participación militar internacional –la OTAN–, o incluso elementos puramente económicos –como la nacionalización de empresas– a reclamarse como la encarnación de la pureza ideológica, atacando a quienes se desvían mínimamente de sus posturas. Una transformación ciertamente cínica, pues lo que hay detrás no es otra cosa que la negación de la posibilidad de cambio real y la negación, también, del derecho de otras personas a no rendirse. 

Nunca he estado de acuerdo con aquellos que sugieren que hay debates que la izquierda debería evitar para ganar apoyo social. Pienso, por el contrario, que España merece un debate en profundidad de todos los aspectos de su régimen político, incluyendo la forma del Estado. Pero pienso, también, que la realidad política impone continuamente unos límites concretos que debemos trabajar por superar y que ningún voluntarismo podrá esquivar simplemente por no enunciarlos. Personalmente, he formado parte de un Gobierno que ha aprobado presupuestos con subida de gasto militar y que ha ratificado convenios de la OTAN, aspectos en los que he estado en contra. He asumido esas contradicciones con tal de que pudiéramos hacer otras cosas, como subir los salarios de la clase trabajadora o aprobar una reforma laboral. Por eso, puede el lector imaginarse qué pienso de quienes, habiendo aprobado lo mismo que yo, ahora atacan a excompañeros por no usar un discurso más incendiario en no sé qué temas.

Muchos dimos toda nuestra salud para poder compaginar la 'coherencia en la resistencia' y las 'contradicciones en el avance'. El resultado de todo eso fue, con sus múltiples errores, la izquierda más amplia, diversa y fuerte de toda Europa; no es poco

Seamos claros: esa izquierda que se ha retirado a las trincheras considera ahora que las personas que trabajan en la frontera de esos límites, intentando desplazarlos o incluso derribarlos, son traidores. Este enfoque es contraproducente y nos lleva a retroceder en lugar de avanzar. De hecho, nos había costado mucho salir de ese pozo. Durante demasiado tiempo la creencia de tener todas las respuestas había fosilizado a muchas personas de la izquierda, incapaces ya de entender que había procesos políticos latentes que estaban cambiado las preguntas de toda la vida. Hubo quien caricaturizó esas posiciones, en la más generosa de las expresiones, como “posiciones en la esquinita del tablero”. Muchos dimos toda nuestra salud para poder compaginar la coherencia en la resistencia y las contradicciones en el avance. El resultado de todo eso fue, con sus múltiples errores e imperfecciones, la izquierda más amplia, diversa y fuerte de toda Europa; no es poco.

Ante un mundo turbulento no es aconsejable un repliegue identitario –en lo ideológico y en lo partidista–, sino una estrategia y táctica mucho más precisa, recalibrada y valiente. Sí, valiente. El izquierdismo, aunque sea cínico, es la consecuencia de no querer dar la batalla por el mundo. Su objetivo no es transformar la realidad sino ocupar un nicho, sea ideológico o comercial. Pero si algo necesitamos ahora más que nunca es gente dispuesta a dar la batalla por este mundo doliente. Dar la batalla no es ceder en todo, sino aspirar a que el resto de las personas puedan llegar a pensar del mundo como nosotros lo hacemos. Dar la batalla rima más con hegemonía que con identidad. Significa disputar todas las dimensiones del Estado, peleando cada centímetro de terreno político. Supone, claro que sí, más incomodidad que la que sufre aquel que observa desde la barrera cómo de mal lo hacen los demás. Pero es, también, una tarea infinitamente más fructífera. 

En estas disyuntivas a menudo me pregunto qué podría beneficiar más a la generación de mis hijas. Y ante la posibilidad real de que hereden un mundo horrible, tiendo a pensar que ellas preferirán que su padre y sus iguales se arriesguen dando esa batalla que no se considera perdida. 

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