“La suerte para triunfar en la vida se llama creer en ti”. Una frase leída en un cartel en una sala de espera. Una frase de esas inspiracionales que puedes encontrar en una taza, una camiseta, en maderas envejecidas para colgar en tu casa… Más allá del mensaje naif y bien intencionado, veo la trampa, y me dan ganas de prenderle fuego. Es el mantra perverso que nos ha ido entrando desde este merchandising, libros de autoayuda, consignas de empresarios, políticos, líderes o pseudointelectuales que llevan años con esto. Si lo deseas muy fuerte, sucede. Persigue tu sueño. Visualiza tu futuro y ve a por él. Todo esto, mirado ahora desde la óptica de la gran crisis pandémica es terrible. Pero duele todavía más echar la vista atrás y recordar cómo se nos hizo responsables de la crisis financiera de 2008, que no provocamos, pero de la que acabamos pagando el pato. Nos pasaron factura, sin perdonar ni una, y nos obligaron a prescindir de los últimos jirones de dignidad y bienestar colectivo que tanto había costado conseguir en este país. Vivíamos por encima de nuestras posibilidades decían desde sus despachos.
Recuerden la perversión del lenguaje del momento: los parados que cobraban el subsidio y no conseguían encontrar trabajo eran considerados unos perdedores, parásitos del sistema. El mensaje oficial te impulsaba a creer en ti mismo y lanzarte a ser un emprendedor. Reinventarse. “Un pesimista ve el vaso medio vacío; un optimista, medio lleno. Un emprendedor busca agua”. Otra frasecita. Así se inoculaba la idea de que si alguien estaba en paro es porque quería. Y de ahí llegó otro concepto cargado de perversión: economía colaborativa. Con ese nombre y en ese contexto de crisis, a todos nos pareció buena idea. Pero enseguida se vio la parte oscura de esta presunta “colaboración”: abusos ilimitados contra los trabajadores, explotación, indefensión… En definitiva, pérdida de derechos y encima la sensación de que fracasabas si no aceptabas repartir paquetes con tu furgoneta o comida con tu bici. Eso sí, libre, dueño de ti mismo y de tu destino, sin jefes ni horarios, persiguiendo tu sueño a golpe de pedal aunque nieve o esté la calle ardiendo.
Los tribunales llevan varias sentencias a favor de alguno de esos trabajadores que han denunciado su situación laboral precaria. Es más, ahora se va a obligar a la seguridad social a devolver las cuotas de autónomos que habían pagado más los intereses. A lo mejor es momento de cambiar el filtro, porque nos están quedando unas fotos muy feas y porque culparnos y responsabilizarnos de todo va a llevar a que no nos sintamos representados o pertenecientes a las instituciones que nos gobiernan. Y si todo está en nuestra mano…
El filósofo Michel J. Sandel lo dice muy claro en su libro “La tiranía del mérito” (Debate): “Interpretar la protesta populista como algo malévolo o desencaminado absuelve a la élite dirigente de toda responsabilidad por haber creado las condiciones que han erosionado la dignidad del trabajo e infundido en muchas personas una sensación de afrenta e impotencia”.
Ni la gente tiene la culpa de todo, ni somos exclusivamente responsables de lo que nos pasa. Aceptar que el éxito o el fracaso dependen exclusivamente de uno mismo, de nuestra propia voluntad, el famoso mérito, provoca que se desprecie al que está por debajo.
Se da por asumido que no se ha esforzado lo suficiente, no merece nada. Y eso no lleva a nada bueno.