Meryl Streep, antídoto contra la mediocridad

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Va a cumplir 74 años en plena vitalidad. Trabajadora incansable. Paradigma de mujer libre, que hace lo que quiere y lo que quiere lo hace bien, con una contagiosa alegría de vivir consciente. Y, además, en concreto, una actriz mayúscula. Por eso se le ha concedido el premio Princesa de Asturias de las Artes 2023, de las Artes llenas del contenido que ella les presta. Es Meryl Streep, la estadounidense de ascendencia europea, norteamericana neta en su naturalidad carente de complejos.

Hablar de Mery Streep es huir de las pocilgas, de las políticas depredadoras y de quienes las ejercen dando vergüenza ajena, de las altas familias nada ejemplares, de los bulos interesados para manchar campañas, de cuanto se interpone entre las gestiones y el bienestar de las personas. Porque necesitamos modelos que nos abran puertas a la esperanza de lo posible, de la realidad que incluye a personas maravillosas a las que ocultan el ruido y la miseria.

No a Meryl Streep, que descolló como actriz en cuanto puso el pie en la profesión, a pesar de que fuera rechazada por el productor Dino de Laurentis para el papel de King Kong en su primer casting, en 1976, por ser demasiado fea. No la conocían; hay gente tan torpe como para no entender de lo que es capaz este tipo de mujer.

Obtuvo su primer Oscar –de los tres conseguidos en sus 21 nominaciones– por Kramer contra Kramer. Eran los años 70, tiempos de cambios y replanteamientos. Esta película hablaba de temas candentes que se esbozaban: el papel de la paternidad y la maternidad. Y fue así porque Streep consiguió que le autorizaran a rehacer sus principales diálogos para que se adaptaran a la realidad, según propuso. Y así dejó de ser una película tópica de divorcio.

Se diría que ha sabido seleccionar con gran inteligencia sus personajes en el cine. Lo atestiguan sus películas, que prepara concienzudamente siempre, y su récord de galardones. La maternidad en desgarro volvió en un drama cruel La decisión de Sophie cuando un oficial nazi la somete en un campo de concentración a la más terrible disyuntiva. Papeles trágicos... Y también cómicos como en la hilarante La muerte os sienta tan bien. Intransigente como en La Duda. Malvada como en Agosto. “Ella hace vulnerables a los personajes más heroicos, familiares a los más reconocidos, y tratables a los más despreciados”, dijo de Meryl Streep su amiga la actriz Viola Davis. De La mujer del teniente francés, a La Dama de Hierro o la ejecutiva de El diablo viste de Prada hasta la villana presidenta Orlean de un mundo que estalla y obedece al No mires arriba,  todo un versátil muestrario de su capacidad para elegir. Entre lo que le ofrecen, dice. Guiada por esa serie de convicciones que van surgiendo en la vida. Absolutamente comprometida con los derechos de la mujer y con la democracia, al punto de manifestar públicamente su repulsa a Donald Trump. A este respecto fue memorable su discurso en los Globos de Oro de 2017: “Hollywood está lleno de extranjeros y out-siders” (...) “El único trabajo de un actor es sacar a la luz la vida de personas diferentes (...) Si expulsan a los extranjeros solo veremos fútbol y artes marciales” (...) “La falta de respeto provoca más falta de respeto y la violencia incita a la violencia”. Y es que tampoco se calla lo que piensa y quiere defender.

Su vida personal la ha fortalecido, no sin haber dado la vuelta a la adversidad. Su primera pareja, el actor John Cazale, compañero en The Deer Hunter, fue diagnosticado de cáncer óseo. Meryl le acompañó y cuidó hasta el final. Luego conocería al escultor Don Gummer, con el que, casados desde 1978, formó una familia con cuatro hijos y ya tres nietos que han mantenido lejos del foco mediático. Dejó de trabajar auto concediéndose permisos de maternidad, parando hasta dos años para cuidar de su primogénito, por ejemplo. Y llegó un momento en el que por su edad –bien temprana entonces– empezaron a escasear las ofertas de trabajo. De ahí que también se convirtiera en crítica del rechazo de Hollywood a las actrices “mayores”.

Al recoger su Oscar en 2012, por La Dama de Hierro, dijo: “Cuando después de cuarenta años los brazos de ese hombre que te mira enamorado desde la platea siguen siendo ese lugar seguro donde te sientes amada y comprendida, entonces eso y solo eso es el verdadero éxito, y no la estatuilla que tienes entre las manos, por más dorada que sea”.

 En el cine, Meryl Streep nos ha mostrado sutiles contextos en ese campo de las relaciones que han marcado a millones de mujeres. No quiso irse con Clint Eastwood por los puentes de Madison, en una incomprensible renuncia al amor que, sin embargo, aprovecharían en enseñanza sus hijos. Muchos años antes, en 1985, advertía en Memorias de África sobre el peligro de que los dioses cumplan nuestros deseos, esos cuyo futuro no se termina de ver claro –lo hacen cuando quieren castigarte–, aun atrapada por el amor del hombre que, en independencias compartidas, la llevó a volar sobre la inolvidable sabana keniata, pero no se quedó.

Con la edad, las mujeres inteligentes y libres se hacen todavía más libres y más sabias. Meryl se apuntó –muy divertida– a cantar los espantosos gallos de la soprano estadounidense Florence Foster Jenkins, la mujer que, por el favor de su rico marido, no llegó a saber jamás, entre aplausos de halago, lo mal que cantaba.

Tras los atentados del 11S, Mery Streep se fue a ver con su familia ¡Mamma Mia! en Broadway y le envió una carta de agradecimiento al elenco del musical “por traer alegría a la ciudad”. Sería la gran protagonista de la obra convertida en película con canciones de ABBA. Meryl, a punto de cumplir 60 años, se puso a cantar y bailar tan bien como sabe hacerlo –estudió ópera de joven– y a amar de nuevo. A reivindicar el valor de aquellas décadas de los sesenta y setenta, de las primaveras perpetuas de flores y regocijo, que desplegó las alas de tantas mujeres. Esos 108 minutos cargados de ganas de vivir a los que nos enchufamos cada vez que necesitamos una inyección de esperanzas vitales.

Si pueden agudicen el instinto para detectar a las personas que merecen la pena. Es cuestión de práctica. El jurado del Princesa de Asturias lo ha hecho muy bien.