Cuando el monstruo se despertó una mañana después de un agitado sueño electoral, se encontró sobre su cama convertido en un partido de gobierno más. Con sus jerarquías, sus cargos y su impostada retórica. Un partido para cínicos, abocado a contener la marea democrática, en lugar de empaparse en ella.
Esta es la pesadilla partitocrática que muchos de los que participamos en Podemos hemos querido conjurar desde el principio, cuando deseamos y asumimos la victoria electoral como horizonte político inmediato. Si para desbloquear el cerrojo institucional Podemos debe ser un partido, que al menos sea un partido diferente de aquellos a los que pretende desalojar, tanto en la manera de funcionar como en cuanto a los contenidos que proponga. Para el viaje representativo hacen falta alforjas no siempre agradables, pero muchas constituyen un lastre innecesario que podemos evitar.
Obviamente, no podemos dejar de recordar las limitaciones y peculiaridades del ámbito de la representación política, algo que expuse hace casi un año. Tan ilusorio es despreciar las escisiones que se pueden producir desde las instituciones existentes, para lo cual hay que adaptarse a reglas del juego que no hemos definido nosotros, como pensar que son el Partido o el Estado los que producen en exclusiva el cambio democrático, mucho menos en un solo país, como bien saben desde Syriza. En este marco de lo posible en el que nos movemos, ganar elecciones en un tiempo tan breve, algo que a Syriza le llevó una década, requiere ciertamente de una “maquinaria de guerra” electoral. Lo que está menos claro es, continuando con la metáfora, si dicha máquina funciona mejor al modo de los viejos ejércitos nacionales o si se entiende sobre la base de las innovaciones y lecciones que han venido aportando las insurgencias en red. Y menos claro aún resulta que semejante maquinaria sirva para desarrollar luego el buen gobierno (el “para qué” que debe complementar el “ganar”). El acceso a la representación parlamentaria exige una lógica competitiva; un buen gobierno democrático precisa de una lógica de cooperación.
Desde que en enero de 2014 se presentara Podemos como un “método participativo abierto a toda la ciudadanía”, la iniciativa ha evolucionado hasta formalizarse como un partido político. Este proceso constitutivo culminó el 14 de febrero pasado con el fin de la elección de los diferentes órganos internos a nivel territorial. Sin embargo, por lo que respecta al proceso organizativo, y en un contexto electoral con perspectivas favorables, el debate sobre el mismo se despachó con frecuencia en términos personalistas y binarios, entre fans y trolls. Al encono interno contribuyó en parte el establecimiento de un sistema de listas internas y de votación que no corregía las desigualdades existentes en cuanto a los recursos mediáticos disponibles, sino que más bien las aprovechaba, aunque sin reconocerlo abiertamente. Pero no resulta tan sencillo. La preocupación por la “democracia interna”, o por decirlo de otra manera, por formas de interacción y comunicación internas-externas que no sean meramente unidireccionales, no es producto del miedo o de la incapacidad para ganar, no son escrúpulos liberales que no dan cuenta de las particularidades de lo que estamos construyendo ni de lo que está en juego en términos estratégicos. Es legítima porque parte de lo que hemos aprendido de la forma-partido tras una larga experiencia histórica, no de abstracciones teóricas que arriman el ascua a su sardina. Y porque es fiel al objetivo último que nos mueve a todos los que nos hemos embarcado en esta aventura de buena fe: la contribución a una ruptura democrática real. Porque la manera en que nos organizamos y nos tratamos en el entorno Podemos prefigura en muchos aspectos el modo en que se organizará un gobierno de Podemos y cómo éste se relacionará con la ciudadanía. En muchos sentidos, Podemos es actualmente más democrático que otros partidos, pero también es cierto que se ha ido consolidando un modo de de funcionamiento en el que las decisiones tienden a partir de un centro para ser refrendadas por lo que inicialmente eran nodos con cierta capacidad de autonomía propositiva. Una tendencia que no se ha consolidado del todo, por la diversidad territorial, el margen que deja las lagunas normativas internas y la informalidad que todavía rige buena parte de las relaciones al interior del partido, como consecuencia de su particular origen y desarrollo inicial.
Lo cierto es que hasta el verano de 2014, o tal vez hasta la asamblea ciudadana de Vistalegre, Podemos estuvo dominado por el desborde a todos los niveles, con diferentes elementos constitutivos y militantes (promotores televisivos, Izquierda Anticapitalista, círculos, activistas simpatizantes, etc) interactuando con un ecosistema social en buena medida (pero no completamente) influenciado por la televisión. Como se sabe, el éxito electoral del 25 de mayo pone definitivamente el foco mediatico sobre Podemos y, en un contexto de acelerada descomposición política del régimen, cabe decir que desde entonces Podemos ya viene ocupando la “centralidad del tablero”. Ha obligado a todos los demás partidos a utilizar sus términos y métodos, aunque sea de manera puramente retórica. Así las cosas, la principal preocupación, en términos organizativos, del grupo que se articuló en torno al liderazgo de Pablo Iglesias, consistió en controlar dicho desborde, por miedo (razonable en unos casos, desmedido en otros) al entrismo y a la “apropiación” de la marca -a nivel local, por ejemplo- para fines diferentes a los declarados por los principales líderes. El problema es que dicha pretensión de control, unida al modo en que se ha llevado a cabo, puede mistificar el empoderamiento y las posibilidades efectivas de participación, lo que termina por limitar la propia eficacia de la estrategia política que se ha marcado.
Un temor ya presente desde los inicios de este proyecto es que “si el proyecto se presenta en clave representativa, presuponiendo la homogeneidad y la unidad del cuerpo al que tiene que encabezar, anulará sus propias condiciones de posibilidad”. Pues bien, este riesgo ya parece que se está materializando ante nuestros ojos. Un vistazo a la evolución real de todas las encuestas (véase abajo el interesante gráfico que se actualiza regularmente en Wikipedia) muestra cómo el crecimiento fue vertiginoso en vísperas de las elecciones europeas, algo menor pero todavía muy significativo durante el proceso de constitución de septiembre-noviembre, para estancarse desde entonces, incluso tras la exitosa movilización del 31 de enero.
De continuar así, aunque Podemos ganase las próximas elecciones generales, podría hacerlo tal vez no con la contundencia que requeriría el inicio de una dinámica constituyente impulsada desde abajo. El propio triunfo electoral está en entredicho, a pesar de las buenas audiencias, dado que con respecto a los partidos de ámbito estatal el sistema electoral español premia a los partidos que consiguen situarse por encima del 25%, mientras castiga a los que se sitúan por debajo. Podemos oscila hoy en torno a este porcentaje, que es relacional y está en función también del grado de crecimieno o desplome de otras fuerzas. Por esta razón resulta preocupante aquella lectura autocomplaciente según la cual en las encuestas “se muestra de un modo unánime una tendencia ascendente, a una velocidad vertiginosa, y que si conseguimos mantener esta ascendencia estaremos en condiciones de gobernar, posiblemente con mayoría absoluta”. Como podemos comprobar, esta apreciación es incorrecta, como lo es también la insinuación de que el rápido crecimiento vertiginoso se deba en exclusiva a un pequeño equipo.
Es decir, desde el cierre de la asamblea ciudadana hemos asistido a una desaceleración del crecimiento de Podemos, aunque de momento sigue beneficiándose del pronunciado desgaste de PP, PSOE e IU. Otro síntoma es la cada vez menor participación en los procesos electivos internos, pese al incremento en el número de inscritos (lo que puede indicar también que participan más los recién llegados, mientras que muchos de quienes participaron inicialmente ahora se abstienen). Esta desaceleración coincide, además, con un repliegue propositivo como consecuencia, por un lado, de los procesos electorales internos y, por otro, por la supeditación creciente a la agenda de unos medios televisivos presuntamente afines pero cuya tarea fundamental consiste en la normalización del fenómeno. Empresas como Atresmedia o Mediaset tienen sus propios intereses, en virtud de los cuales marcan por ejemplo los contenidos de lo que debe ser objeto de debate público. La actual promoción de Ciudadanos en dichos medios también va en el sentido de evitar una mayoría amplia de Podemos y limar sus aristas más rupturistas.
Sin duda, da vértigo pensar dónde ha llegado Podemos en tan corto espacio de tiempo. Hoy las apuestas son favorables a Podemos porque consiguió situarse como nuevo caballo ganador, porque es la única opción en liza rupturista con el régimen del 78 con posibilidades de gobierno a nivel del Estado y en unas cuantas autonomías. Y aunque se confirmasen los resultados de las encuestas más desfavorables, estos seguirían suponiendo un acontecimiento histórico sin precedentes. Es lógico que se intente preservar las posiciones ganadas y no dar pasos en falso ahora que una lupa deformante sobrevuela sobre Podemos y que se avecinan complicadas decisiones tras las próximas elecciones autonómicas. Pero conformarse con ello es una peligrosa invitación a liderar la oposición. Una vez perdido el efecto novedad, ¿acaso no es justamente el hecho de que Podemos sea por fin reconocible y previsible, esto es, menos monstruoso, lo que lo vuelve ahora más vulnerable? ¿Es razonable rebajar propuestas programáticas o descartar como marginales ideas factibles y al mismo tiempo innovadoras -constituyentes-, que son las que aportan una cualidad transformadora y las que obligarían a otras fuerzas a posicionarse? ¿La respetabilidad pasa por intentar parecerse a aquello que se critica o más bien por llevar dicha crítica hasta sus últimas consecuencias?
Estas observaciones no niegan el hecho de que el juego electoral siga siendo muy abierto, solo expresan con cautela que la tarea política que queda por delante es ingente. Por este motivo cabe pedir al nuevo Consejo Ciudadano estatal que, aún reconociendo todo lo bueno que se ha logrado hasta ahora, lleve a cabo una seria reflexión sobre las carencias de la presente estrategia y sobre lo que se puede mejorar, con vistas no solo a ganar las elecciones sino a anticipar una futura acción de gobierno en el marco europeo. Para que Podemos consiga articular una amplia mayoría social (y por extensión, electoral) será necesario que el partido evite cerrarse sobre sí mismo y busque fórmulas que favorezcan nuevos desbordes, nuevas viralidades. Dicha mayoría representativa no se conseguirá atrayendo solo a antiguos votantes o militantes del PP, del PSOE o de IU sino también a los diversos abstencionistas que en conjunto constituyen la principal “fuerza política” del país. Convencer pero sobre todo escuchar e incorporar no solo a quienes todavía se ven a sí mismas como clase media aunque precarizada sino también a las clases populares más pobres y con menos estudios, entre las que dicha abstención es estructural. No vendría mal más plebe y menos aristocracia de partido. Es posible implicar a la gente en la formulación de propuestas de cambio sustancial que puedan asumir como propias y no como recetas exclusivamente diseñadas a sus espaldas por una elite. Luego los detalles de su formulación y aplicación práctica serán siempre técnicos y obra de personas con las competencias adecuadas; aquí hay mucho trabajo realizado ya, tanto desde la universidad como desde los movimientos. No basta, pues, con denunciar la corrupción en televisión y evitar la comisión de errores.
Podemos no ha concluido su metamorfosis. El cuento puede ser diferente al que esperan quienes están satisfechos con el vigente estado de cosas.
Cuando el partido se despertó una mañana después de un agitado sueño electoral, se encontró sobre su cama convertido en una monstruosa herramienta democrática...