Sugiere el periodista y escritor Martín Caparrós en su última columna en el New York Times en español, 'Hacia el post MeToo', que la ley ya no esquiva la violencia de género, que se han dado los cambios necesarios y que por tanto hay que pasar directamente al post MeToo. No sé en qué mundo utópico vive Caparrós, pero sin duda es uno muy diferente al que habitan incluso sus compañeras del privilegiado mundo de las letras que hoy se encuentran luchando bajo esa premisa; imagínense respecto al mundo donde viven todas las demás. La prisa que le embarga por pasar al siguiente nivel, por acelerar cosas que llevan su tiempo, revela esa necesidad tan masculina de imponer ritmos y modos de hacer muy distintos a los que las mujeres necesitan para conseguir objetivos también muy distintos. Su propuesta no solo es irreal y un enorme mansplaning, es también irresponsable.
Lo que lo lleva a semejante conclusión es su deseo de que acaben los escraches feministas. Para ello, Caparrós empieza por recordarnos en ese mismo artículo que la palabra escrache es argentina (como Maradona y el Papa). Y que en los años que siguieron al fin de la dictadura de Videla, cuando los militares torturadores seguían en libertad, sí tenían sentido. Pero en el feminismo actual, ya no.
Sin embargo, la acción directa y anónima, para reclamar y avergonzar en público –“arrochar” se dice en Perú– a quienes cometen abusos, sigue siendo hoy, además de una catarsis colectiva, un intento válido de revertir la impunidad más absoluta. También abre el escrache, si se hace bien, la posibilidad de un debate público sobre las violencias y constituye una herramienta de lucha para quienes tienen pocos o ningún privilegio. Finalmente, es legítimo cuando la justicia institucional es poco efectiva o nula. Es verdad que hay escraches más justos que otros, lo sospechoso es por qué de entre todas las formas de escrache que se activan, a algunos les resulta tan difícil empatizar con los “escraches feministas”. Casi por principio.
Lo que vemos todos los días es a hombres, sobre todo de la cultura, invalidando estas denuncias públicas o proponiendo trascenderlas, como hace Caparrós en su artículo, que escribe motivado por algo que ocurrió en un encuentro literario reciente.
Un grupo de escritoras notó que entre los invitados estaba un escritor señalado en el último #MeTooEscritoresMexicanos como alguien que había ejercido sistemáticamente violencia de género. Las autoras hablaron con la organización para manifestar su incomodidad y deseo de hacer una acción o escrache durante un panel en el que ese escritor participaba junto a otros escritores y hacerlo con pancartas contra el machismo en ámbito literario. No se habló de indeseables linchamientos. El consenso entre ellas fue no nombrar al escritor, ni compartir la acción en redes sociales por cuidar al entorno de las víctimas, aunque se tuvieran varios testimonios de sus actos –incluso entre algunas de las escritoras que estaban ahí y que los padecieron– y a los que Caparrós denomina “rumores”.
A un mes de ser acusado, a ese escritor no se le había pasado por la cabeza que podía ser una falta de respeto y afrenta hacia las afectadas, y hacia todas las escritoras invitadas que iban a compartir cartel con él, que hubiera decidido mantener su agenda internacional intacta y presentarse al lado de ellas. Las autoras solo pensaron en recordarle simbólicamente con esa acción que su presencia les intimidaba, las sublevaba, no les gustaba, ni era oportuna. Ni juicio, ni condena, ni fin de su carrera, solo eso. El mensaje también iría dirigido al sistema literario. Pero no hizo falta. La organización –que este año estaba haciendo una apuesta muy potente por la igualdad, con cuotas balanceadas y mesas sobre feminismo–, decidió por cuenta propia comunicarle lo que pasaba y éste decidió irse. No hubo ni amenaza ni ultimátum, como afirma el texto de un sorprendentemente impreciso Caparrós. Lo es especialmente cuando llama “violencia doméstica” a lo que es violencia de género. Hablamos de acoso sexual y de violencia psicológica contra mujeres del entorno de ese escritor, no solo familiar si no también laboral y social. Confundir los términos como hace Caparrós es dejar claro un posicionamiento ideológico.
Se dejó de llamar violencia doméstica –en la que se diluía la violencia específica contra las mujeres– gracias al empuje del feminismo y hoy el término violencia de género es reconocido constitucionalmente en muchos países y por los organismos internacionales. La violencia de género es la violencia estructural que han sufrido históricamente las mujeres y que garantiza que los términos de desigualdad y control de los hombres sobre ellas se perpetúen. La violencia doméstica se llama hoy violencia intrafamiliar e incluye a hombres, niños, abuelos, etc., que la sufren en ese ámbito. Usarlos indistintamente es lo que hacen hoy la derecha y la ultraderecha para desactivar este logro del feminismo y volver a atrás. La violencia contra la mujer ejercida por su pareja masculina dentro del hogar es también sistémica y producto de la desigualdad de género. Y gracias a que sabemos eso, aquella mujer ya no está sola, ni cree que ese es solo su problema. Y que es un problema de todas y de todos. Por eso uno de los lemas feministas es “si tocan a una, nos tocan a todas”, algo muy distinto al “ojo por ojo, diente por diente”.
Las feministas han trabajado muchísimo para llamar a las cosas por su nombre y hay que hacer un esfuerzo como periodistas por ser precisos también con el lenguaje.
Reducir la violencia que sufren las mujeres a manos de hombres a “problemas conyugales”, como los llama Caparrós en su artículo, ha sido la táctica más efectiva del patriarcado para conseguir que las violencias sufridas se queden en el ámbito privado. De esa manera los agresores se han protegido durante años en cercos de complicidad y apañamiento. ¿Es justo para las mujeres que han tenido que soportar el acoso, las babas, las manos largas, la manipulación, las mentiras, los golpes, la violación, ver cómo sus agresores siguen haciendo su vida sin dar pasos para enmendarse?
La otra estrategia patriarcal es aprovecharse de lo que constituye una dificultad para las afectadas de violencia y para el derecho: exigirles “probar”, por ejemplo, una situación de acoso en el trabajo, o una violación que ocurrió hace muchos años, o una relación de dominio y manipulación en la pareja. Por eso, porque para quienes no pueden probarlo nunca habrá justicia, se activan acciones públicas, reivindicativas, performáticas, para llenar ese vacío. Detrás de las diversas versiones del MeToo hay una voluntad de acabar con la cultura del silencio, que también es estructural, y eso incluye las que se padecen dentro de la institución literaria.
Las mujeres denuncian porque saben que a veces es la única forma de advertir a otras del peligro que suponen ciertos agresores. Y lo hacen arriesgándose a la criminalización, el ninguneo y a la revictimización. No, no es fácil ser víctima, ni es un buen negocio. Advertirles de que podrían estar convirtiéndose en victimarias, por un margen reducido de denuncias falsas, no es otra cosa que la expresión de la bien conocida hipersensibilidad masculina, a menudo usada para conseguir la absolución.
¿Es el fin de la carrera literaria de ese escritor? El pobre desgraciado de Woody Allen, aparece en más artículos de escritores que en películas, pero eso no lo hace un mártir ni un desaparecido. ¿De qué nuevo poder con el que “no saben qué hacer” las mujeres habla Martín Caparrós? ¿Del poder de decirle a un señor escritor –que mañana estará dando clases en universidades, disfrutando de residencias de escritura o pavoneándose en festivales, porque lo hará– que no queremos compartir ese espacio con él por ahora, hasta que repare los daños, hasta que algo comience a cambiar en ellos, en lo que nos rodea, hasta que nos sentemos a reflexionar juntos? No es poco poder para lo que antes vivíamos pero aún es muy poco, demasiado poco para el poder que se ostenta del otro lado y que oprime a miles de mujeres.
Proponer pasar a un post MeToo, como sugiere Caparrós en su brioso mansplaning y en su intento de enseñar a las feministas a hacer mejor feminismo, no tiene ningún sentido porque el MeToo está a medio camino, es más, acaba de empezar. Y porque el sistema de justicia es una entelequia y un sendero de obstáculos para las mujeres. Escrachar es solo una mínima parte del trabajo, la más polémica, y por ello tal vez no sea para cada día ni para todo el mundo, pero escrachar sobre todo a los intocables de cada casa, maltratadores y depredadores en serie, que sabemos explotan su inmunidad para perpetuar el abuso, para seguir usando a las mujeres como botines sexuales, mano de obra barata o punching ball emocional, sigue siendo válido mientras no se hagan cargo ni se muevan un pelo de sus posiciones.
No, para las mujeres no ha llegado el tiempo feliz de dar de baja el MeToo porque la dictadura del patriarcado está en plena forma, pese a nuestras últimas conquistas. No, aún no estamos ahí, aún no es posible, para la gran mayoría aún no hay juicio justo porque los amos de la ley patriarcal la acatan a pie juntillas.
El post MeToo, me temo, solo existe en las almas de los que están impacientes porque se acaben los “juicios populares feministas”. Pero ese desenlace no lo va a decidir un hombre intimidado (ni dos, ni tres).
Por eso algunas defendemos hace mucho otros modos de hacer política, alejándonos cada vez más de lógicas masculinas, para enfocarnos en un futuro de restauración mutua. Puede que ni los escraches, ni el punitivismo, ni la ley traigan la cura individual, ni la colectiva, ni el desagravio total; puede que tengamos que seguir reflexionando sobre cómo acercarnos lo más posible a la justicia, abrir aún más el debate y poner a trabajar toda nuestra inteligencia colectiva en un proceso que no será ni corto ni indoloro, pero lo que es seguro es que serán las mujeres y sus aliados los que abran el camino y nos guíen hacia la siguiente etapa.