Al leer o escuchar los titulares de economía es más que evidente que la obsesión por el crecimiento y los indicadores macroeconómicos ciegan a algunas personas y da la sensación de que éstas, a fuerza de repetir como un mantra los beneficios de un déficit cero o del crecimiento de un tanto por ciento, se convierten en abanderadas de un sistema que nos arrastra a un escenario donde se agudiza la generación de desigualdades y la precariedad de la mayoría.
El mismo sistema que en época de abundancia emborracha a las masas con la creencia de que “existo porque consumo, consumo porque existo” y las arrastra a patrones insaciables, insostenibles y basados en la deuda. Nos sentimos dando tumbos entre dos fases de un ciclo cada vez más convulso: unas de borrachera eufórica en forma de crecimiento ilimitado ficticio -imposible ya que vivimos en un planeta limitado- y otras de completa resaca en las que se intensifica la brecha entre clases y el espejismo consumista se diluye. Tanto en una fase como en otra, han existido y existen otras economías imprescindibles: las microeconomías invisibles.
Hace un par de años, mientras preparaba mi primera clase de Introducción a la Microeconomía, recuerdo contemplar mis apuntes con una mezcla de perplejidad y resignación; todo encajaba perfectamente. A través de las teorías que se enseñan en gran número de facultades, se llega a las mismas conclusiones, como que los impuestos y las subvenciones generan una pérdida irrecuperable de eficiencia o que los tratados de comercio exterior están llenos de bondades y beneficios para todas las partes. En realidad, no sé por qué me sorprendía, al fin y al cabo es en este adoctrinamiento económico donde se asientan los cimientos del liberalismo salvaje y sobre los que se construye la aceptación de la desigualdad como la más eficiente de las soluciones o la omisión de la importancia de la geopolítica en los tratados internacionales.
De la misma manera, el paradigma económico imperante no contempla la existencia de los trabajos más necesarios para la sostenibilidad de la vida (humana y no humana), relegándolos a un segundo plano, detrás de una cortina que sólo nos deja ver el ideal de hombre- blanco y heterosexual- independiente, que se puede permitir acceder a un bienestar material a golpe de tarjeta de crédito. A partir de ahí, creo yo que empieza la labor docente más importante y apasionante, la de hacer pensar, con rigor, de manera crítica y constructiva. Esta labor, por desgracia tampoco es relevante para el actual sistema universitario.
Hablando con mi madre sobre la sensación que tenía ante el temario, recuerdo que ella me dijo: “las mujeres que trabajamos en casa sí que sabemos de microeconomia”; entonces cerré los ojos y pensé que esa idea podía servir para la reflexión en clase de Introducción a mi asignatura.
Ni por gusto ni por biología. Las mujeres, por imperativo social, tradicionalmente han desempeñado trabajos en los hogares, fundamentales para la reproducción, el cuidado y la administración de las familias. Si por algo se caracterizan estos es por estar no remunerados y socialmente invisibilizados, por lo que, por más que rebusquemos, no cuentan en las estadísticas macroeconómicas ni dejan rastro en el Producto Interior Bruto; el tiempo empleado en estas tareas no entiende de vacaciones, fines de semana, ni fiestas de guardar. Por eso las denomino microeconomías invisibles; están ocultas, pero son indispensables para que las personas podamos vivir, desde los cuidados propios, hasta los que damos y recibimos que hacen que nuestras vidas merezcan (la alegría) ser vividas.
Todas las personas, desde el momento en que nacemos, necesitamos de otras para sostenernos y salir adelante, no sólo en la infancia, también cuando enfermamos y envejecemos o sencillamente como seres sociales que somos; interactuar con otras se podría decir que en mayor o menor medida es una mezcla entre deseo y necesidad. Estas relaciones vitales que establecemos podríamos denominarlas como los cuidados en los que se sostienen nuestras vidas, algunos explícitos, como puede ser preparar la comida, y otros más sutiles como una conversación o un abrazo. Si nos detenemos a analizar qué son los cuidados, nos damos cuenta de que han desaparecido del actual concepto predominante de economía; mi opinión es que se han ocultado para hacernos creer en ese ideal de ser independiente que nunca ha existido en la realidad.
Casi sin darnos cuenta, como a cuentagotas, a nuestro alrededor vemos más personas que reclaman bajarse de ese mundo que nos impulsa a vivir en jornadas interminables, sin tiempo para comer, dormir ni amar; lleno de carreras para coger el metro, de atascos en la carretera; este sistema injusto y cruel con las personas que alimentan y visten a una pequeña parte del mundo... es en el momento en el que nos paramos a pensar en lo que realmente necesitamos y deseamos, cuando descubrimos lo alejado que está de lo que el actual sistema económico nos ofrece. Puede ser fuerte la corriente que nos arrastra, pero también lo es la lucha de muchas personas por tener vidas vivibles, que formen parte de un sistema más justo con otras, con nosotras mismas y con aquello que nos rodea.
Ese otro sistema que ponga la vida en el centro como una responsabilidad social y política y cuestione las dinámicas de las que ahora son las microeconomías invisibles; que reivindique su carácter público y fundamental frente a un cuidado instrumentalizado a través del mercado.
Si quieres seguir leyendo:
Amaya Pérez Orozco La sostenibilidad de la vida en el centro... ¿y eso qué significa?
Yayo Herrero, 2011. Propuestas ecofeministas para un sistema cargado de deudas. Rev. Econ. Crítica 13, 30–54.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autora.