Leo en un artículo de El Mundo que el creador de la pulsera #NoPodeis sin acento, gestó la idea en un chalé, en Madrid. En otro artículo leo que tiene 24 años y que aunque todavía no ha acabado la carrera de Periodismo, ya tiene trabajo en el departamento de comunicación de una empresa. El muchacho, a su vez, fue azuzado en esta iniciativa por su padre, notario de profesión, desesperado por el ascenso de Podemos (desesperación que se ha prolongado a cualquier candidatura ciudadana).
La pulsera, al parecer, tiene un coste de producción de 30 céntimos y se vende a 3 euros. Al principio decían que los beneficios se donarían a la Asociación de Víctimas del Terrorismo, pero la cosa se ha quedado en sólo un 5%. Según el propio creador, ya se han vendido unas 5.000 pulseras. Según mis cuentas, los beneficios ascienden a 13.500 euros, y si le quitamos el 5% que supuestamente darán a la AVT (675 euros), el casi periodista con trabajo, hijo de notario y residente en un chalé madrileño, se ha embolsado –por ahora– 12.825 euros vendiendo las famosas pulseras que intentan convencer a los votantes de izquierda de que no pueden.
A pesar de la monetización que hace la derecha de absolutamente todo, porque hasta a su activismo le saca beneficios, estamos viviendo algo nuevo que antes sólo era una consigna en las manifestaciones del 15M: “El miedo va a cambiar de bando”. El miedo de quienes lo tienen todo a perder una ínfima parte empieza a sustituir el miedo de quienes tienen muy poco o nada y encima están siendo expoliados por su propio Gobierno.
El miedo no sólo se queda en las ejecutivas de bancos y de las eléctricas, sino que se hace patente en esa parte de la sociedad que jamás ha salido de su casa para protestar por la pérdida de derechos ni ha abierto siquiera la boca para solidarizarse con la parte afectada. Una parte de la misma sociedad en la que viven, una parte arrasada, desahuciada, deslegitimada y humillada.
¿Cuál es la diferencia entre un miedo y otro?
Que unos tenían miedo porque perder lo poco que tenían marcaba la diferencia entre el bienestar y el malvivir, la independencia económica de la dependencia de la pensión del abuelo o la tranquilidad de tener una sanidad a su alcance de la imposibilidad de acceder a medicamentos que les salvan la vida; y otros tienen miedo a perder una parte irrisoria de todos sus privilegios, miedo a no sacar la tajada más grande de todo lo que hagan, miedo a no poder explotar a empleados como lo vienen haciendo y a tener que competir en igualdad de condiciones con quienes no tienen sus mismos recursos –entre otras muchas catástrofes–.
La diferencia entre los que creen poder y los que les dicen que no, que no pueden, es que los primeros son mayoría pero los segundos llevan toda la vida convenciéndolos de que tienen tanto que perder como ellos si gobierna la izquierda en cualquiera de sus formas.
Pero en el 24M, esa mayoría de gente que realmente no tiene tanto que perder como el hijo del notario que vende pulseras, parece haber dicho que ya no cuela, que ya es demasiado obvio que unos y otros pertenecen a dos mundos muy diferentes. Una toma de conciencia de clase que, por tardía, ha salido muy cara, pero que se superará tarde o temprano si en las generales de noviembre al final los que no pueden son los que ahora gritan #NoPodeis.