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Mira a esa chica violada

19 de agosto de 2023 21:09 h

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Sentada en un banco, el bolso apretado contra las costillas con las dos manos, las pupilas desenfocadas, como si le hubiesen intentado robar. Pero no le han robado. Hace frío, lo nota sobre todo en los pies y si estuviese en condiciones de pensar, pensaría, por ejemplo, cuántas horas quedan para el amanecer. Pero no piensa, y lo único que siente es. Nada. La autora Cristina Araújo Gámir sitúa y presenta a la protagonista de la novela Mira a esa chica (Tusquets). Ella es Míriam y acaba de sufrir una violación grupal en el rellano de un edificio cualquiera de una ciudad cualquiera. Míriam, la Bufi, la Zampa, está gorda. Su peso es objeto de burla, de bullying, de afrenta constante. Para compensarlo, Míriam se vuelve provocadora con los chicos, quiere gustar, necesita gustar. Hace comentarios subidos de tono. Manda fotos sexuales. Tontea. Liga. Flirtea. ¿Y qué pasa, que si flirteas luego te pueden violar? Sus cuatro violadores así lo creen. No se sienten culpables. “Ella quería”, piensan, razonan, justifican. También la gente que los rodea. También sus amigos y sus novias.

Leí Mira a esa chica este verano y me pareció un libro magnífico por la forma en la que se acerca a la intimidad de la protagonista violada sin caer en la autocompasión, ni en el oportunismo o la moralina. Araújo se centra en los ángulos muertos, en las reacciones contradictorias de una sociedad que rechaza la violación, pero que la justifica en sus zonas grisáceas. En la novela hay dos factores exculpatorios: la condición de ‘chica fácil’ de ella y respetabilidad social de ellos.

Pensé en Mira a esa chica esta semana porque la policía está investigando en España tres violaciones múltiples sucedidas en apenas 72 horas a tres mujeres de entre 15 y 18 años: en Magaluf (Mallorca), Monforte de Lemos (Lugo) y Ceutí (Murcia). En la agresión sexual de Magaluf, realizada por seis hombres que ya han pasado a disposición judicial, hubo un elemento todavía más repugnante que también aparece en libro de Araújo: el vídeo. Es ya casi asquerosamente rutinario que una violación vaya acompañada de algún tipo de trofeo digital. Una foto, o más fotos, un vídeo, o más vídeos.

La mayoría de los delincuentes intentan destruir las pruebas de sus delitos. ¿Por qué los violadores en grupo hacen justo lo contrario? ¿Por qué conservan la pruebas que les incriminan? Porque no hay poso alguno de culpabilidad, como en Mira a esa chica. Pero, adicionalmente, parece que los vídeos se graban y distribuyen para aumentar el estatus del hombre dentro de un grupo. Para señalar el dominio. Para atraer la aprobación de los demás. Para demostrar algún tipo de valía u hombría adicional que será recompensada y jaleada por la manada.

Siempre que leo sobre una violación brutal que además ha sido grabada me estremezco doblemente porque el acto de filmar agrega una capa más a la cosificación de la mujer y tiene el potencial de retraumatizarla. La mujer o chica violada es un mero objeto en beneficio de la audiencia masculina, como la protagonista de una ficción. En parte es como si la violación no tuviese fin. La agresión nunca es definitiva. No hay un punto final. Se envía, se manosea, se reenvía, se comparte, se comenta, se ridiculiza, se reproduce. Puede llegar a cualquier parte, a cualquier mirada. Me cuesta imaginar algo más deshumanizador que eso.

Lo paradójico de todo es que muchas veces es el vídeo, y no el testimonio de la agredida, lo que asegura la condena. Pero mientras la condena no llega: mira, de nuevo, a esa chica violada.