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El misterio de los sobres voladores

José Antonio Martín Pallín

Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión internacional de juristas (Ginebra) —

Sherlock Holmes descansaba plácidamente en un cómodo sillón de su club londinense cuando fue abordado por un botones que le comunicó que tenía una llamada de Madrid (Spain). Estaba acostumbrado a recibir llamadas de cualquier lugar del mundo. Impertérrito, sin muestra de sorpresa alguna, se dirigió a la cabina. Al otro lado del teléfono una voz con un inglés horripilante, según los esquemas clásicos del afamado detective, solicitaba sus servicios para aclarar unos misteriosos acontecimientos que, al parecer, estaban sucediendo en un edificio de la calle Génova de Madrid, sede de un importante partido político.

Inmediatamente llamó a su fiel Watson, advirtiéndole de que disponía de una hora para preparar su equipaje y tomar el vuelo de las 13.30 (meridiano Greenwich) hacia Madrid. Al llegar a Barajas, un personaje con claros síntomas de nerviosismo les esperaba sin identificarse con los habituales carteles. Se acercó discretamente a los recién llegados preguntando de forma directa: “¿Mr. Holmes?”

Nuestro protagonista, persona expeditiva cuyo lema era “el tiempo es oro”, se dirigió directamente a la puerta de salida. Su interlocutor, visiblemente nervioso, les pidió un tiempo breve para explicarles cuál era el objeto de su visita y la forma en que debía desarrollarse. No podían presentarse como detectives a la búsqueda de pruebas irregulares que pudiesen comprometer a los responsables del funcionamiento del partido. Alguien, cuya identidad no podía revelar, había pensado en la necesidad de aclarar la desdoblada y evanescente contabilidad del partido y sobre todo el manejo de sobres que aparecían y desaparecían como si fuesen objetos volantes no identificados. Debían presentarse como expertos pertenecientes a una firma auditora externa de incuestionable prestigio, por su habilidad y solvencia en fabricar contabilidades a la carta.

Sherlock no era persona proclive a perder el tiempo. Aunque ya era una hora avanzada de la tarde, sería conveniente comenzar a trabajar. A nadie extrañaría que un auditor inglés fuese tan meticuloso y cumplidor. Llegaron a la sede del partido y después de identificarse, con nombres simulados, pidieron un recinto donde pudieran trabajar con comodidad y sosiego.

Inmediatamente fueron satisfechos. Casualmente había quedado libre el despacho del que había sido durante muchos años tesorero del partido político que ahora ocupaba un espacio más reducido en una cárcel cercana a Madrid. Les pareció una idea excelente y muy adecuada para la misión que se les había encomendado. Comenzaron solicitando la documentación que hubiese dejado el tesorero y sus herramientas de trabajo, como ordenadores o cualquier otro artilugio electrónico o informático. “Lo sentimos”, fue la respuesta, “lamentablemente no es posible. Han estado aquí desde que hace cuatro años comenzaron las investigaciones judiciales pero últimamente alguien decidió que era un material excesivamente comprometedor y de momento no aparecen por lado alguno”.

No importa, pensó Sherlock, experto en establecer conclusiones basadas en la lógica y la racionalidad. La tarea no era excesivamente complicada. Comprobó que existía una legislación que regula las fuentes de financiación de los partidos políticos y una Junta Directiva que tiene la responsabilidad de vigilar el funcionamiento de la organización y el cumplimiento de la ley. No les fue difícil comprobar que en los periodos en los que el partido político había acaparado prácticamente todo el poder del Estado, el Gobierno, las autonomías y los Ayuntamientos de las grandes capitales su capacidad para decidir inversiones y otorgar servicios, concesiones y obra pública, la bonanza económica permitía toda clase gastos y generosas retribuciones personales.

La cuestión radicaba en la nebulosa partida de las donaciones que, con límites estrictos, estaban autorizadas por la ley. ¿Cuál era su procedencia? ¿Simples benefactores u obligados contribuyentes? Quizá ambos. Le informaron, con gran escándalo para su ética anglosajona, que se había instaurado en el panorama político español la costumbre, acuñada por la mafia italiana, de cobrar comisiones ilegales posteriores a la adjudicación de un servicio o de una obra pública. No le fue difícil llegar a una elemental y abrumadora conclusión. Si las finanzas eran boyantes y la liquidez opaca tentadora, alguien pensó que los esforzados directivos que dedicaban probablemente parte de su tiempo a elaborar estrategias políticas y a gestionar las cuentas del partido, deberían percibir un complemento, sobresueldo, incentivo, o dinero de bolsillo, como diría un francés, para recompensar sus desvelos.

Ya estaba más cerca de descifrar el misterio de los sobres. Es de mala educación entregar dinero en billetes a la vista o atados como si se tratase del fajo de un tratante de ganado. La discreción y la elegancia aconsejaban envolverlo en un sobre (convoluto). ¿Dónde había escuchado esa palabra cuyo contenido siempre abría expectativas emocionantes? Estos sobres, cuya única seña de identidad era su color marrón, habían sido vistos e incluso algunas personas había confesado haberlos recibido. Los cargos directivos admitían dietas de asistencia pero no les constaba, no sabían nada de sobres o sustanciosas sobresueldos. Todo era una pura invención del malvado tesorero que no contento con tener una fortuna en paraísos fiscales había dado a entender que esa práctica estaba generalizada.

Ante el hermetismo de los componentes de los órganos directivos, que por supuesto habían anunciado su decisión de no someterse a las preguntas de los auditores contratados, tuvo que acudir a las más extrañas e insospechadas fuentes. La mayoría de ellas afirmaban, dentro de la mayor reserva y discreción, su existencia. Incluso le informaron que uno había visto como pasaban de manos del tesorero a los beneficiarios. Solicitó su presencia inmediata pero no era posible. Había sido despedido y descalificado públicamente. Le acusaban de sufrir alucinaciones y graves trastornos de la personalidad. Había llegado a sostener que los sobres volaban y desaparecían. Evidentemente los síntomas eran graves.

Dado el cúmulo de anormalidades, las posibilidades de seguir investigando se iban estrechando. Dada la escasa o nula capacidad volandera de los sobres; o éstos no existían o el receptor, una vez extraído su contenido, los introducía en la trituradora. A nadie se le ocurriría coleccionarlos como recuerdo. Como las cantidades existían y se habían entregado a sus receptores la única explicación lógica era que estos las ingresasen en su patrimonio. No podía entender que los ejecutivos negasen con notable desparpajo que su misión no consistía en controlar a un asalariado encargado de manejar ingentes sumas y que además fue despedido con una indemnización en diferido. Figura jurídica que, según le explicaron a Sherlock, había hecho furor entre los especialistas jurídicos de la rama laboral.

El misterio comenzaba a desvelarse. Si los sobres no volaban y estaban siendo reciclados en alguna fábrica de papel sólo cabían dos explicaciones: o los sobres nunca existieron, cuestión difícil de digerir según los datos que les facilitaron, o lo que realmente volaban eran los billetes de dinero una vez que llegaban a manos del receptor. Como su misión era simular una auditoría, concluyeron con un informe sucinto en el que llegaban a la conclusión de que todo estaba en orden pero que les hubiera gustado comprobar si los sobres y el dinero eran reales o simples objetos que revoloteaban por despachos y pasillos.

Regresaron a Londres y Sherlock volvió a su rutina. Estaba dormitando en el cómodo sillón de su club cuando se le acercó un botones que le entregó un sobre marrón que abrió intrigado. En su interior sólo había un tarjetón, sin logos ni señas de identificación, en el que podía leerse: “Hemos sido nosotros. Firmado: los SG”. No tardó ni un segundo en descifrar el mensaje. ¡Elemental, querido Watson!