Si unos extraterrestres llegaran a nuestro planeta para instalarse a vivir plácida y discretamente entre nosotros –es decir, no para invadirnos o para apoyar a regímenes como la Rusia de Putin, sino buscando un lugar moderno con alta calidad de vida, democracia y cohesión social, y baja desigualdad, crimen y corrupción– ¿Qué nación elegirían? Con una probabilidad muy alta, escogerían, en prácticamente todos los continentes, un país con una forma particularmente anticuada de jefatura del Estado: una monarquía parlamentaria. Como Países Bajos, Suecia, Dinamarca, Reino Unido o España en Europa, Canadá en América, Australia en Oceanía o Japón en Asia. Naciones de culturas e historias variopintas que combinan un sistema democrático (puntero además) con un jefe de Estado hereditario.
¿Un anacronismo? Es lo que pensó el antropólogo norteamericano Edward Banfield, cuando viajaba por el sur de Italia durante la postguerra y le preguntó a un viejo campesino cuál era, a su juicio, la forma ideal de gobierno. Y este le respondió que la monarquía, porque el rey es el dueño del país y, como el dueño de una casa, tiene más interés en mantener en buen estado el edificio que el inquilino que lo ocupa durante sólo cuatro años. Muchas décadas después la evidencia empírica parece apoyar la intuición del campesino, tal y como hemos recogido en el libro Las Monarquías Parlamentarias del Siglo XXI: Reinventando la Tradición (Aranzadi 2022), que he tenido el placer de coordinar, o en el capítulo sobre la Monarquía en el recientemente publicado Informe de la Democracia de la Fundación Alternativas, que he tenido el placer de escribir.
Las monarquías parlamentarias parecen tener una cierta ventaja comparativa no sólo en relación a los regímenes autoritarios (incluidas las monarquías), sino también en relación a otros sistemas democráticos, como las repúblicas. Podría ser al revés, claro. Es decir, cuando a tu país le van bien las cosas –pensemos en las plácidas Dinamarca, Noruega o Suecia–, nadie quiere desterrar, o cortarle la cabeza, al rey. Al contrario, en Francia (o España en el pasado), el descontento social se llevaba por delante al rey de turno. Dicho de otro modo, el hecho de tener una monarquía parlamentaria no afectaría al desarrollo económico más que, por ejemplo, que las banderas del país ondee limpias y pulcras, pues ambas circunstancias (banderas bonitas y una familia real) serían consecuencia, y no causa, del desarrollo.
Pero hay motivos para pensar que, aunque ciertamente la prosperidad económica prevenga las revoluciones con guillotina, también puede existir un efecto positivo de las monarquías sobre el bienestar socioeconómico de un país. Quien lo ha trabajado más metódicamente es el sociólogo y economista Mauro Guillén. Tras analizar la evolución de numerosos indicadores económicos de 137 países en el periodo entre 1900 y 2010, Guillén vio cómo los derechos de propiedad y otras variables ligadas al crecimiento económico estaban mejor salvaguardadas en las monarquías parlamentarias. ¿La razón? Pues que, o bien con su sola presencia o bien por algún tipo de influencia soterrada, los monarcas impiden que sus (electos) primeros ministros o presidentes del gobierno abusen de sus poderes como los (también electos) presidentes de república. Como desgraciadamente hemos visto de Venezuela a Rusia, pasando por muchos países del Este de Europa. Y también a lo largo de la historia. Si hubieran sobrevivido algunas monarquías en el centro de Europa tras la Primera Guerra Mundial, empezando por Alemania, hubiera sido mucho más difícil que tiranos como Adolf Hitler se hubieran entronizado en el poder.
Como siempre ha señalado la reina Isabel II, toda monarquía descansa sobre el consentimiento del pueblo
No obstante, como siempre ha señalado la reina Isabel II, toda monarquía descansa sobre el consentimiento del pueblo. Quizás es un consentimiento pasivo, pero se puede convertir en activo en cualquier momento –por ejemplo, con un repentino referéndum sobre la forma de Estado–. Y ahí es donde tiene un problema Felipe VI, a pesar de que no se encuentre ahora en su peor momento de popularidad. La dificultad es estructural, como muestran los politólogos Ariane Aumaitre y Alberto Penadés en su capítulo de Las Monarquías Parlamentarias del Siglo XXI. En España, la monarquía goza de muy poco apoyo entre la gente de izquierdas y las generaciones jóvenes. Su sostén son, sobre todo, las personas mayores y de derechas. Si a ello le añadimos la complicación territorial – es decir, la bajísima popularidad de la monarquía en varias regiones de la España periférica –, la monarquía en España tiene un serio hándicap de legitimidad.
¿Cómo solucionarlo? Aquí quien mejor ha pensado sobre el tema es el investigador principal del Real Instituto Elcano Ignacio Molina. Y me gustaría destacar cuatro de sus exhaustivas propuestas (también en Las Monarquías Parlamentarias del Siglo XXI) para modernizar la monarquía en España que me llaman la atención no tanto por su complejidad, sino precisamente por su relativa sencillez. Y, sin embargo, apenas aparecen en el debate público.
En primer lugar, la legitimidad de la Corona aumentaría automáticamente –y, bueno, la calidad de nuestra democracia también– con la eliminación inmediata de la preferencia por el varón en la sucesión a la Corona.
En segundo lugar, viene un tema más espinoso, pero que, de nuevo, debería hacer reflexionar a nuestros dirigentes políticos (y a los asesores del monarca): la neutralidad política. ¿Cómo hacer para que el monarca, que en ocasiones (pensemos el discurso del 3 de octubre de 2017) parece que actúa con una finalidad política (sea esta mayoritaria o no), mantenga una imagen de escrupulosa neutralidad política? Creo que lo más sensato es alejar al monarca de toda iniciativa política y, en particular, dejarlo fuera del proceso de investidura, tal y como sugiere Molina. Además, en un periodo de fragmentación parlamentaria casi extrema donde resulta cada vez más complicado saber qué candidato está mejor preparado parlamentariamente para ser elegido presidente, estamos a una elección o dos de que el rey se vea forzado a tomar algún tipo de decisión política discrecional que podría ser interpretada como partidista. Para evitarlo, lo lógico sería seguir la evolución de la monarquía sueca, que hace cuatro décadas que se desligó formalmente del proceso de investidura. Es decir, el modelo británico, con la reina despachando con los primeros ministros y teniendo, formalmente (no realmente) una presencia tan notable en la vida política del país , podría ser crecientemente peligroso en nuestro contexto político.
En tercer lugar, un monarca en democracia no puede mantener la inviolabilidad por sus actos privados. Es un anacronismo inaceptable. Urge pues distinguir la responsabilidad que el rey tenga por sus actividades públicas de la que se deriva de sus acciones privadas.
En cuarto lugar, viene la reforma más intangible y quizás la más importante: un cambio en el simbolismo de lo que es y lo que hace el monarca y, por extensión, la familia real. El rey debe estar más cerca del pueblo, en palabra (utilizando todos los idiomas oficiales y haciendo discursos alabando no sólo las gestas de los grandes empresarios o deportistas, sino también de los ciudadanos y ciudadanas de a pie en todo tipo de iniciativas sociales), en obra (utilizando los servicios públicos, incluyendo los hospitales de de la sanidad pública y los colegios públicos, amén de obviamente cumplir con sus obligaciones fiscales), y en omisión (evitando los actos abiertamente confesionales que nos retrotraigan al binomio Estado-Iglesia del pasado, así como, por si faltara recordarlo, las acciones éticamente reprobables del rey emérito).
En resumen, no es descabellado pensar que, en las monarquías parlamentarias, los reyes ejercen un influjo disuasorio sobre los aprendices de dictadores que han sido democráticamente elegidos y que, una vez en el poder, abusan del mismo. Pero, claro, para que ejerzan esa función arbitral en la sombra, los monarcas deben no sólo ser impecablemente ejemplares, sino parecerlo. Está pues, en las manos del rey Felipe, así como de los partidos políticos mayoritarios, hacer que la monarquía sea vista como elemento modernizador o, por el contrario, como un privilegio arcaico.