Ahora que está en el debate público el lamentable acoso que vienen sufriendo Pablo Iglesias, Irene Montero y sus hijos, creo que es importante señalar la desprotección que vienen sufriendo los defensores de derechos humanos y activistas antirracistas cuando denuncian las fallas de un sistema que claramente discrimina a unos y favorece a otros.
El último ejemplo, que no el único, es el de Daniela Ortiz. Todo empezó con su intervención en 'Espejo Público', justo cuando el mundo debatía sobre los monumentos a colonialistas y racistas que el Black Lives Matter estadounidense derribaba por todo el país. Ortiz sostuvo ante Susanna Griso que la estatua a Colón en Barcelona merecía el mismo destino y a partir de ahí se sucedió una campaña de acoso, insultos y graves amenazas que la obligaron a volver a Perú para salvaguardar su integridad y la de su hijo.
Antes, Helena Maleno ha sufrido varias campañas, incluso desde las instituciones y con acusaciones gravísimas de tráfico de personas, por denunciar el racismo en la fronteras españolas. Todas ellas las cuenta en su libro 'Mujer de frontera'. También lo vivió Paula Guerra, expresidenta de SOS Racismo Madrid, tras participar en un debate en la televisión valenciana y discutir con Javier de Lucas. La activista antigitanismo Silvia Agüero recibe en sus redes sociales numerosas muestras de violencia que ahondan en una actitud vieja en España: la de odiar al Pueblo Gitano. Más de lo mismo con Desirée Bela-Lobedde, que ha tenido que abandonar las redes varias veces por cómo le afectaba esa violencia en su vida diaria.
Conozco de primera mano lo que supone recibir el odio en las redes sociales de mi etapa como presidente de SOS Racismo Madrid. También conozco en cierto modo el otro lado por haber participado, sin ser consciente del impacto, en señalamientos individuales de comportamientos que son la punta del iceberg de problemas estructurales. Pero volviendo al caso de Daniela Ortiz, me llamó mucho la atención la transversalidad del insulto, procedentes desde los clásicos perfiles con la bandera de España o con pseudónimos de Mourinho hasta otros que se definían en alguna parte del espectro político progresista.
Esto me recuerda a una situación que siento cada vez más habitual en los últimos tiempos, y es que en ocasiones hay una mayor hostilidad al antirracismo que al propio sistema racista. En la lucha se cometen errores, hay incongruencias y se toman malas decisiones, pero cuando la crítica no es constructiva y supera en tono y forma a la que se destina al racismo lo único que se consigue es apuntalar el sistema.
No hay nada mejor para los intereses de quienes buscan mantener la discriminación que ver, como en el reciente auge del Black Lives Matter, a personas más incómodas por el derribo de estatuas que honran a racistas que el hecho de que tengan miles o millones de muertos a sus espaldas, como Leopoldo II. Es triste ver horas de tertulias y líneas de artículos atacando al antirracismo por señalar el papel central que tiene la cultura a la hora de difundir discursos excluyentes, pero también para transformar la sociedad, cuando se habla de representaciones fílmicas o teatrales que claramente humillan a la población negra. Desmotiva en cierto modo ver más críticas a las formas de manifestación que a demandas que apuntan, por ejemplo, al cierre inmediato y definitivo de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE).
Encontrar un equilibrio entre la crítica legítima al antirracismo y no perder el foco en la dirección equivocada se está convirtiendo en uno de los grandes retos, y en este contexto hay una pregunta central que todos deberíamos responder para saber hacia dónde queremos ir: ¿Te molesta más el racismo o cómo se lucha contra él? La respuesta que salga de ahí te puede dar una pista para seguir en el camino, cambiar u olvidarte del antirracismo.