La economía de Brasil ha estado en caída libre, víctima de años de mal manejo económico y del enorme escándalo de corrupción que ha involucrado al establishment político y empresario del país –y que ahora amenaza con derribar al segundo presidente en dos años–. Quizá parezca difícil centrarse en cuestiones vinculadas a las políticas en medio de la agitación política y económica, pero la realidad sigue siendo que Brasil debe superar retos fundamentales si quiere sentar las bases para un crecimiento sostenible. Pocos desafíos parecen tan grandes como los problemas fiscales del país.
Existe un fuerte razonamiento de que las agobiadas finanzas gubernamentales de Brasil han sido un lastre para la economía durante mucho tiempo. En un 36%, el ratio gasto del Gobierno-PIB es uno de los más altos entre países con un nivel de ingresos similar. Años de laxitud fiscal, crecientes obligaciones en materia de seguridad social y bajos precios de las materias primas han magnificado enormemente los temores –hoy agravados por la crisis política– sobre la carga de deuda del Gobierno, que actualmente ronda el 70% del PIB. Las altas tasas de interés necesarias para financiar la peligrosa posición fiscal agravan aún más las cosas: los mayores pagos de intereses representan gran parte de la diferencia del gasto entre Brasil y países equivalentes.
En este contexto, el Congreso Nacional de Brasil, en un intento por recuperar la confianza del mercado, aprobó una enmienda constitucional sin precedentes en diciembre pasado que impone un techo a los gastos del Gobierno excluidos intereses, indexados según la tasa de inflación del año anterior, por un período de por lo menos diez años. Mientras esté vigente, el límite de gasto garantiza que el tamaño del Gobierno (excluidos los pagos de intereses) se achicará como porcentaje del ingreso nacional en cada año que la economía experimente un crecimiento real. El Fondo Monetario Internacional lo respaldó con entusiasmo en aquel momento, y hasta lo definió como un potencial “punto de inflexión” fiscal.
¿Pero lo es? Si se la toma al pie de la letra, la justificación económica para un límite del gasto es asombrosamente débil. Nada en la teoría económica respalda mantener el gasto gubernamental real constante durante un período de hasta una década. Por más grande que sea el tamaño del Gobierno de Brasil, no existe ninguna ratio mágica de gasto-PIB que garantice un crecimiento sostenido. Es más, el techo no distingue entre consumo e inversión del Gobierno. Y, en la práctica, probablemente se convierta más en un objetivo que en un techo, eliminando así la posibilidad de una política fiscal contracíclica en una crisis futura.
Inclusive como una señal para la confianza del mercado, la idea de un tope para el gasto futuro tiene puntos débiles importantes. Mientras la economía se contrae, un tope del gasto en verdad no imparte mucha disciplina; no obliga al Gobierno a achicarse al ritmo de la economía. La contracción fiscal, al estilo agustiniano, se difiere para más adelante –no exactamente un impulso de la confianza–. Por cierto, el FMI, con el argumento de que un tope del gasto es inadecuado, ha exigido un mayor ajuste fiscal anticipado.
Tal vez los tiempos desesperados requieran medidas desesperadas. La medida adoptada por Brasil se asemeja al plan de convertibilidad de Argentina de 1991, que abolió los controles monetarios y estableció una paridad entre el peso argentino y el dólar estadounidense. Frente a una hiperinflación y a una pérdida total de la confianza del mercado, el Gobierno intentó ganar credibilidad colocando la política monetaria en piloto automático. El mensaje de Argentina a los mercados fue “miren, no tenemos poder discrecional sobre la política monetaria”. De la misma manera, Brasil les está diciendo a los mercados que reducirá el Gobierno (siempre que la economía crezca). En ambos casos, las promesas están respaldadas por cambios legales o hasta constitucionales.
Cuando la credibilidad se convierte en la restricción limitante de la recuperación económica, medidas como éstas pueden tener sentido –siempre que tengan el efecto buscado de la confianza del mercado–. En verdad, las tasas de interés de largo plazo de los bonos gubernamentales de Brasil han bajado significativamente desde que se sancionó la enmienda (aunque es difícil precisar el impacto causal de la regla), y siguen estando muy por debajo de los niveles previos a la enmienda, a pesar de la breve recuperación tras la difusión de una grabación del presidente Michel Temer supuestamente autorizando pagos ilegales a un congresista encarcelado.
Pero como descubrió Argentina varios años después, la legislación fiscal vinculante puede convertirse en una fuerte limitación para la recuperación económica. A fines de los años 1990, una moneda sobrevaluada se había convertido en el gran problema de la Argentina. Los sucesivos gobiernos siguieron apegados a la ley de convertibilidad por miedo a perder credibilidad, pero como resultado de ello agravaron la crisis de competitividad de la economía. Finalmente, en medio de disturbios callejeros y un caos político, la Argentina abandonó la paridad monetaria en 2002.
Si se analiza teniendo en mente la experiencia de la Argentina, el tope del gasto de Brasil parece problemático –mucho más en un contexto de agitación política que, aparentemente, va a continuar en el futuro previsible–. El tope probablemente se vuelva aún más polémico desde un punto de vista político una vez que Brasil se recupere, cosa que sucederá. No es difícil imaginar que el próximo gobierno –cuando llegue– percibirá el tope como un obstáculo para un crecimiento económico más rápido. Los defensores del tope sonarán poco convincentes, porque el argumento económico para defenderlo es débil en ausencia de problemas de credibilidad extremos.
Por cierto, el tope terminará debilitándose en la medida que logre corregir la cuestión de la credibilidad. Brasil podría volverse prisionero del valor totémico de la política como mecanismo de compromiso, aunque sobreviva a su utilidad como tal. La ironía no pasará inadvertida para los inversores o los argentinos: los países que pueden incorporar un tope del gasto en la constitución con poca antelación también lo pueden eliminar con la misma facilidad.
Existen buenas razones por las que las democracias a veces se atan las manos o delegan la toma de decisiones. Los bancos centrales independientes o las comisiones fiscales, por ejemplo, pueden ayudar a los gobiernos a superar la tentación de una manipulación de corto plazo de la economía con un costo a más largo plazo. Pero el tope del gasto de Brasil no parece una solución sostenible. Si bien nació de una sensación real de urgencia fiscal, el mayor riesgo es que termine alimentando el conflicto político en torno al propio techo, en lugar de fomentar una deliberación sobre las difíciles decisiones fiscales que se pueden tomar.
Filipe Campante es profesor adjunto de Políticas Públicas en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, es el autor de 'Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science'.Filipe CampanteDani Rodrik
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