Es ahora o ahora. 41 años después de la muerte del dictador ha llegado el momento de acabar para siempre con su negro legado. A los hijos, nietos y bisnietos de las víctimas del franquismo ya no les consuela mirar al pasado reciente para culpar de la situación actual a la complicidad de la derecha, a la cobardía de Felipe González o la injustificable marcha atrás de Zapatero con su bienintencionada Ley de Memoria Histórica. No es tiempo de lamentos sino de ejecutar, de una vez por todas, una misión democrática que el resto de Europa culminó hace 70 años.
2016 ha supuesto un impulso muy importante. La llegada de gobiernos progresistas a ayuntamientos como Valladolid, Alicante, Pamplona o Barcelona y a comunidades autónomas como Navarra, Valencia o Baleares han servido como catalizadores para la adopción de iniciativas de enorme trascendencia. En cuatro décadas de democracia, las instituciones navarras no se habían atrevido a sacar de su lujoso panteón público los restos mortales de los sanguinarios generales Mola y Sanjurjo; ni se había presentado en la Comunidad Valenciana una ley que permitirá excavar todas las fosas; ni se había visto a una consejera balear asistiendo a una exhumación; ni habíamos escuchado a los responsables de Educación en Aragón comprometerse a incorporar la represión franquista como materia de estudio en las escuelas; ni los portavoces de la Generalitat de Cataluña habían prometido trabajar hasta encontrar el cuerpo del último 'desaparecido'.
Siendo cierto ese papel esencial de los llamados “gobiernos del cambio” y el arrastre que han suscitado en otras instituciones, nada habría sido posible sin el heroico trabajo que han desempeñado los descendientes de las víctimas y asociaciones memorialistas como la ARMH, Foro por la Memoria o Recuerdo y Dignidad. Miles de ciudadanos anónimos que se han dejado su salud, su tiempo y sus ahorros para buscar los restos de padres, madres, hermanas y abuelos. Personas como la entrañable Ascensión Mendieta, como el incansable Emilio Silva y como tantos otros, que se han quedado por el camino, son los verdaderos responsables de que la derecha no haya logrado echar una capa de olvido e impunidad sobre la memoria y los cadáveres de los más de 100.000 asesinados que continúan tirados en las cunetas.
Es una verdadera lástima que esta ola no esté siendo secundada con la determinación necesaria por otros gobiernos, teóricamente, progresistas. Dejaremos al margen Andalucía, confiando en que Susana Díaz no acabe destrozando su importantísima Ley de Memoria Democrática. Sin embargo, Castilla La Mancha, Extremadura, Asturias o el Ayuntamiento de Madrid, por citar solo algunos ejemplos, siguen actuando con los mismos complejos que nos han llevado a ser una verdadera anomalía democrática en Europa. Anomalía democrática, sí, porque lo que ocurre en nuestro país no pasa en ningún otro lugar del mundo. Solo aquí se tacha de radicales a los que exigen acabar con los vestigios de una dictadura y se justifica a quienes siguen venerando a líderes fascistas.
Para confirmar lo que somos, resulta muy revelador ver la cara incrédula que se les pone a los historiadores y periodistas alemanes o británicos cuando su colega español les explica que en su país existen calles dedicadas a los golpistas; o que un general genocida que animaba a sus soldados a violar mujeres, sigue reposando en una santísima tumba de la basílica sevillana de La Macarena. El mismo rostro de perplejidad que se les queda al conocer que el dictador español aliado de Hitler y de Mussolini continúa enterrado en un gigantesco mausoleo, construido con el sudor y la sangre de miles de presos políticos.
Somos muchos los que pensamos que esto no solo es injusto y antidemocrático sino que representa un perverso legado para las futuras generaciones. Por ello deberíamos aprovechar esta ola generada en 2016 para zanjar el tema para siempre. No es tan complicado como algunos intentan hacer creer: se trata de eliminar los símbolos de la dictadura, permitir que las familias de las víctimas recuperen los restos de sus seres queridos y hacer que en las escuelas se estudie Historia en lugar de la versión franquista de los hechos.
En ese camino tendremos que dinamitar democráticamente el Valle de los Caídos como defendió en este mismo diario Jon Lee Anderson o, en el peor de los casos, reconvertirlo en un museo dedicado a las víctimas de la dictadura. Antes de eso, como ya han propuesto varios partidos políticos y ha exigido judicialmente Baltasar Garzón, saquemos de allí a Franco y a José Antonio. ¿De verdad es necesario explicar los motivos? ¿Puede alguien que no sea franquista defender que permanezcan allí enterrados como si fueran héroes en lugar de asesinos? ¿Es necesario apelar a la imaginación para pensar en lo que sentiríamos si Hitler, Mussolini o Pétain contaran con un memorial en su honor?
Frente a estas decisiones necesarias solo se revolverá con rabia un puñado de fascistas sinceros. Otro grupo mucho mayor y más hipócrita, lo hará tratando de ocultar su filofranquismo tras las sandeces habituales: “Se reabren heridas”, “dejemos de mirar hacia el pasado”, “todos cometieron excesos”… No aceptemos sus argumentos falaces porque no hacer nada, es hacer mucho; no hacer nada, es permitir la dulcificación de la dictadura y la humillación de las víctimas; y esto es lo que llevamos tolerando desde hace 40 años.
En unos días veremos una nueva consecuencia de esta inacción: una serie de televisión humanizará a un galán llamado Ramón Serrano Suñer, responsable de innumerables crímenes y de la deportación y muerte de miles de españoles en los campos de concentración nazis. Es solo una prueba más de lo que nos espera si seguimos tragando desmemoria.
El momento, por tanto, es ya. Saquemos de sus tumbas al dictador y al fundador del partido fascista español para colocarles en el negro lugar de la Historia que les corresponde. Es hora de convertirnos en un país… normal.