A la Casa Real se le ve el plumero. Se le ve tanto, y es de tal calibre la porquería que pretende limpiar, que esta expresión, que en tiempos de corrección política muchos evitarían, ahora suena casi ñoña, casi tanto como el temita de fondo con el que Televisión Española acompañó el publirreportaje para celebrar el 40 cumpleaños de Letizia Ortiz Rocasolano. Una mezcla sonrojante de balada empalagosa y banda sonora Disney.
En un esfuerzo patético por salvar los muebles de palacio, la Casa Real tira de Letizia. La marca blanca, llaman a la pareja algunos tertulianos, sumándose al carro de tirar de la carroza. Pero no, la marca está bastante enmarronada y lo natural sería que acabara fundiendo en negro. Total, me apostaría algo en Eurovegas a que todos tienen un plan B.
Por el momento, en los estertores de su plan A, con la connivencia de ciertos medios de comunicación privados y la instrumentalización de los públicos, la familia Borbón trata de mantener el tipo haciendo lo que suele hacer esta clase de familias: simular y disimular. Así, en el publirreportaje de La 1, por ejemplo, resaltan que la agenda de trabajo de Letizia rebosa de asuntos relacionados con Sanidad y Educación, justo el día en cientos de miles de personas claman en las calles de Madrid por los brutales recortes de esos derechos, por el desmantelamiento del Estado del Bienestar. Lo del plumero, es evidente, se queda corto.
Urdangarin les ha metido en un lío monumental: el problema, para ellos, no es que haya jugado sucio, gajes del oficio, sino que lo ha hecho mal, fatal, una chapuza que parece definitiva. El yerno, el cuñado tendría que haber sabido disimular, aparte de simular. Así que el primer intento de disimular lo ya indisimulable fue con el rey, que simuló en Navidad aquel mensajito del género ejemplarizante. Un desastre. Acostumbrado a que Castilla sea muy ancha, en cuanto tuvo que ponerse en el punto de mira se vio lo que no hay manera de disimular: caídas y caídas, asesinatos de elefantes, amantes y, ya en el colmo del despiporre, en público, ante las cámaras, manotazos al chófer.
Colmos que lo son, por supuesto, solo porque la inmensa impunidad del Rey ha impedido hasta el momento que salgan a la luz otros asuntos, quizá más urdangarinescos. Por su parte, Sofía está medio desaparecida en combate y solo inaugura exposiciones como si fueran pantanos, ya no se sabe si simulando discreción o disimulando depresión; Elena, a lo suyo, o sea, disimulando lo de su exmarido, disimulando lo del disparo de su hijo, disimulando el desastre; y de Cristina ni hablamos, bastante tiene con simular ya nada y disimularlo todo. Así que, a la desesperada, se recurre a Letizia. Porque Felipe no tiene tirón. Por no tener, no tiene ni acreditación olímpica.
Todo lo anterior es lo que parece: una simple sinopsis de algo cercano a un biopic malo, melodramático, latino. Algo sin importancia. Lo importante es que se trata del argumento vital de nuestra Jefatura de Estado, y ahí ya lo que entra en juego no es la calidad de una ficción inane sino la naturaleza de una realidad trascendente: el Estado que somos. El Estado que queremos ser. El Estado que tendríamos derecho a decidir que queremos ser. Si nos dejaran.
La Historia no pertenece solo a los contemporáneos, a quienes coincidieron con su transcurso puntual, a los coetáneos de ciertos hechos. La Historia en la que no intervinimos también nos pertenece. Y, más, la que nos toca. Pero nuestro tiempo carga con la Corona como con una herencia envenenada. Una y otra vez, nuestros antecesores esgrimen el pacto. Su pacto. Que no tiene por qué servirnos ni tiene por qué ser eterno. Sobre todo si, más allá de un modelo de Estado anacrónico, no democrático por definición, lo que se trata de defender es esta orgía de simulación y disimulo. Se simula algo, presuntamente deseable, que no es; se disimula lo que es, claramente indeseable. Y sobre semejante base se pretende construir, reconstruir, inventar, proyectar el futuro.
Pero con tales premisas es inviable. Ya no cuela, ya hemos visto demasiado plumero. Y unas fotos de García Rodero que son el envés de su obra sobre la España profunda: un reportaje con motivo del 40 cumpleaños de Letizia más propio, en el fondo y en la forma, del ¡HOLA! que de la mirada de una artista. Semejante pastel solo se justificaría desde una intención antropológica, que nos enseñase príncipes igual que nos enseña penitentes y travestis. Pero me temo que no ha sido esa la intención de la Corte ni el encargo recibido por la fotógrafa.
El mensaje es otro: nos están vendiendo que puede sostenernos una estructura que sabemos corrompida; nos están vendiendo un modelo de vida rubio y mullido en una situación de creciente precariedad social; nos están vendiendo una familia heterosexual, fértil, intachable cuando sabemos lo que hay debajo de la alfombra; nos están vendiendo que Letizia lleva pantalones (me ruborizo).
En la web oficial de Casa Real hasta venden una imagen que sugiere algo aún imposible por ley: abuelo, padre y nieta. El que reina y los que podrían reinar. Pero no cuela. Se les ve el plumero. Lo que se esconde debajo de la alfombra. Y la tensión que les produce aferrarse al trono, el vértigo del vacío bajo sus pies. Y la inutilidad de su esfuerzo por simular lo que no son, por disimular lo que son.
Así que es obvio que es la Corona lo que está en cuestión; no ciertos de sus miembros: la institución. Muchos dirán, como Rajoy, que no estamos para líos ni problemas ni algarabías. Pero sí. Transiciones hay muchas, la transición es constante. Y en la nuestra, en la que estamos, en la que nos toca, debemos decidir sin miedo ni complejos nuestro modelo de Estado. Visto lo visto, se trata de una cuestión de madurez política. Nadie ha dicho que sea fácil. Pero es nuestra responsabilidad histórica. Acaso así las ya maltratadas generaciones futuras, que naturalmente tendrán que cuestionar también nuestras decisiones, al menos no nos acusarán de desidia, no nos mirarán a los ojos y nos soltarán “¿¡HOLA!?”.