En 1991 se publicó el libro Retóricas de la intransigencia del economista Albert Hirschman, donde analiza de manera crítica lo que llama las tesis reactivo-reaccionarias: la tesis de la perversidad, según la cual toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico solo sirve para exacerbar lo que se desea remediar; la tesis de la futilidad, que sostiene que las tentativas de transformación social no lograrán “hacer mella”, y la tesis del riesgo, que apela al coste del cambio propuesto y concluye que es demasiado alto al poner en riesgo algún logro previo y valioso.
Pues bien, si analizamos lo que ha venido ocurriendo en España desde 1977 a propósito de las reformas institucionales, políticas o económicas nos encontramos, al menos en mi opinión, con que esas tesis reactivo-reaccionarias gozan aquí de buena salud.
Durante el proceso constituyente, y a propósito tanto de la iniciativa legislativa popular como del referéndum, estuvieron bien presentes las tesis del riesgo para reducir al mínimo el papel de dichas instituciones de participación directa. Hay que situar las reticencias en el contexto de la transición de la dictadura a la democracia pero se exageraron sus peligros -se habló del peligro de “conflictos gravísimos” para el sistema-, se desvirtuó su eficacia en el derecho comparado y no se hizo nada después, y con la democracia ya consolidada, para atribuirles la relevancia que merecen. Más bien, se consolidaron los prejuicios paternalistas en contra de la capacidad de decisión de la ciudadanía y la apuesta por el papel omnipresente de los partidos políticos mayoritarios.
Otro tanto ocurrió con la articulación territorial del Estado: no se aprovechó la eliminación del golpismo y la consolidación de las instituciones en los años ochenta para debatir, en los noventa, qué rumbo había que seguir. Y es que tampoco entonces era el momento.
Por supuesto, no se encontró ocasión en 33 años para ir adecuando el texto constitucional a las nuevas necesidades, a diferencia de lo que se ha hecho en Alemania, Francia, Italia o Portugal. Y cuando se cambia la Norma Fundamental en 2011, a través de un proceso que, democrática y constitucionalmente, no puede provocar más que vergüenza, resulta que la disculpa es, qué casualidad, el peligro que supondría no hacerlo, el mismo argumento, otra casualidad, empleado luego para no adoptar medidas radicales en materia hipotecaria y financiera.
Cuando el ejercicio de derechos políticos fundamentales como las libertades de expresión y manifestación se convierte en algo cotidiano se nos avisa que es mejor no insistir, pues las protestas no van a servir para nada -tesis de la futilidad- y si nos empecinamos quizá nos recorten estos derechos -tesis del riesgo- o empeore la situación política, social y económica -tesis de la perversidad-.
Llegado el momento de la abdicación del Jefe del Estado se despliega otra vez, y con toda su potencia, la tesis del riesgo: la monarquía es resultado del pacto constitucional y garantía eterna de tranquilidad política, institucional y económica; el Rey “trajo” la democracia a España (¿se la va a llevar a otro sitio?); la preparación del sucesor hará posible que se acuerden –ahora sí- las necesarias reformas…
Es obvio que el Rey contribuyó a la democratización del Estado -¿lo sería de no haberlo hecho?- y lo es también que una monarquía –Gran Bretaña, Suecia, Holanda- es compatible con la democracia; no lo es menos, en mi opinión, que desde hace mucho tiempo la democracia española no depende del Rey y que un sistema republicano parlamentario (Alemania, Italia), o más o menos presidencialista (Estados Unidos, Francia,…), también es democrático. Por supuesto, el paso de una monarquía a una república no es la panacea para todos los males pero, puestos en un mismo plano, parece “algo más” democrático un sistema en el que el censo de potenciales jefes del estado no se reduce a los miembros de sangre de una familia, donde hay una intervención directa o indirecta del pueblo en su elección y donde el cargo no es vitalicio o a voluntad.
Que la Jefatura del Estado tenga una forma u otra depende de lo que disponga la Constitución y la nuestra es clara. También lo es que en nuestra Norma Fundamental todo se puede reformar si se hace por el procedimiento adecuado. Y antes de llevar a cabo un cambio constitucional de especial relevancia nada impide que, para verificar la opinión ciudadana, se convoque una consulta popular, tal y como prevé el artículo 92 CE: “1. Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos. 2. El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados”.
Por tanto, ya sabemos quién puede proponer, autorizar y convocar una consulta sobre la continuidad de la monarquía. De celebrarse y darse un resultado contrario a la monarquía, nada obligaría, jurídicamente, a iniciar un cambio constitucional –la consulta no es vinculante- aunque, política y democráticamente, sería difícil no hacerlo. Y de querer cambiar la Jefatura del Estado habría que debatir y aprobar una nueva configuración, lo que, como es conocido, llevaría su tiempo; mientras tanto, el Rey seguiría ejerciendo sus funciones. En todo caso, nada obliga a que un referéndum sobre la monarquía pase primero por una reforma constitucional pues, precisamente, la consulta podría avalar la continuidad de la institución.
Es constitucional negarse a realizar la consulta pero entonces lo honesto es decir que no se quiere hacer, no que no se puede.