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Una monarquía cada vez más derechizada

Los reyes Felipe VI y Letizia, junto a la princesa Leonor, durante el acto castrense de la Pascua Militar este lunes.
7 de enero de 2025 22:21 h

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El Gobierno anunció hace unas semanas un conjunto de eventos para conmemorar la conquista de la democracia en España, aprovechando que este año se cumplen cincuenta años de la muerte del dictador Franco. Según Pedro Sánchez se trata de “poner en valor la gran transformación en este medio siglo de democracia y hacer homenaje a las personas que la hicieron posible”, un objetivo bastante razonable y, por otro lado, también habitual en otros países con tradición democrática.

La noticia, sin embargo, es que la invitación cursada a la Casa Real para que el monarca participase en la inauguración ha sido rechazada. La excusa oficial es que el ciudadano Felipe de Borbón tiene la agenda completa, mientras que el Gobierno ha tratado de salir al paso aludiendo que al menos sí participará en un viaje a Matthausen y, cómo no, en otro acto de homenaje a la contribución de la monarquía a la democracia. Muy significativo todo.

Durante estos días la prensa conservadora, incluso la que se autodenomina liberal, está bramando contra estos actos que celebran el fin de la dictadura. Incluso un conjunto de “personalidades”, que incluye a Fernando Savater, Arcadi Espada o Cayetana Álvarez de Toledo, han emitido un comunicado –que no ha sorprendido a nadie– manifestando su oposición. Aluden todos ellos a que se trata de actos organizados con ánimo revanchista y que es una forma de enfrentar a los españoles en dos bandos. Sus argumentos son circunvalaciones retóricas con las que evitan reconocer que la muerte de un dictador tiene poco que celebrar y que, quizás, algo habría hecho bien quien torturó y mató a decenas de miles de malos españoles. La otra posibilidad, que realmente están en contra porque aún hay muchos nostálgicos del franquismo y que enfadarlos es dividir a los españoles, es bastante peor.

Lo mismo le ocurre a la Casa Real, la cual en vez de posicionarse con la institucionalidad y aceptar la legitimidad del actual Gobierno y de sus decisiones, prefiere esconder la cabeza y seguir siendo así institución sólo de algunos españoles. Tal y como ha demostrado en los últimos años, el modus operandi siempre es el mismo: la monarquía se inclina a la derecha –no siempre sutilmente– y son los medios y analistas de derechas los que salen a cumplir de fieles escuderos para que el impacto nunca lo reciba el jefe de Estado.   

Naturalmente hay un debate de fondo sobre la relación entre la monarquía española y la dictadura franquista, e incluso sobre el papel del corrupto Juan Carlos I durante la transición y, en particular, durante el golpe de Estado del 23F. Al fin y al cabo, el pueblo español era profundamente republicano en los años treinta sobre todo por los deméritos de una dinastía empantanada de corrupción y clientelismo y que había visto exiliarse ya a varios de sus reyes por esas causas. Mi abuelo paterno, que era presidente del círculo joseantoniano de Málaga, y en consecuencia falangista hasta la médula, era también profundamente republicano. Fue Franco quien restauró a la monarquía para un pueblo que, para entonces, ya estaba harto de representantes de sangre azul. Incluso Suárez, en una entrevista revelada muchos años después, reconoció que durante la transición evitaron en todo lo posible un referéndum sobre la monarquía porque se sabían perdedores. En suma, la Casa Real debe a la dictadura su propia existencia, la cual por otra parte no pocos de sus representantes han aprovechado para hacer fortunas privadas.

El problema, sin embargo, es más profundo. Tal y como yo lo veo, el asunto central es que el actual monarca siempre opera con una inclinación hacia la derecha que vulnera cualquier atisbo de neutralidad. Algunos de sus partidarios justifican este sesgo en que los partidos de izquierdas –y la sociedad progresista en general– no valoran bien a Felipe VI y que, por lo tanto, su supervivencia pasa por apoyarse en quienes sí les hacen cariños. Esta supuesta posición pragmática es perfectamente compatible con el hecho de que el monarca muestra siempre una atención especial a los representantes de las derechas y a sus narrativas.

Con decisiones como no acudir al acto organizado por el Gobierno, lo que la Casa Real está expresando es que ha hecho cálculos políticos. Sin duda prefiere caer del lado de quienes cuestionan que haya algo que celebrar con la muerte de un dictador que del lado de quienes reivindican la conquista de la democracia. El hecho de que sólo vaya a un acto en un antiguo campo de concentración nazi –en el que, por cierto, fueron asesinados cinco mil republicanos españoles– y a otro de exaltación de la monarquía no arregla la situación. Si acaso la empeora. ¿Celebrará Felipe VI la muerte de Hitler o quizás eso heriría los sentimientos de sus seguidores actuales? ¿Se atreverá en algún momento la monarquía a reivindicar el papel de los hombres y mujeres, la mayoría comunistas, que fueron represaliados, torturados y asesinados por luchar contra la dictadura y sin ponerlos al mismo nivel que a los torturadores? Los cálculos de la Casa Real sugieren que no traspasará esa línea, a pesar de que en otros países que sufrieron al nazismo y al fascismo tales reconocimientos serían un comportamiento de lo más lógico.

Felipe VI es un hombre educado y cordial, con el que además yo he mantenido algunas conversaciones interesantes en varias ocasiones durante los últimos años. Sin embargo, bien por su querencia ideológica propia, bien por el asesoramiento que recibe, no pierde oportunidad de sumarse a la narrativa de las derechas. Ya se puso de manifiesto con claridad durante los días que siguieron a la declaración de independencia de Cataluña, cuando pareció más un agitador con un bidón de gasolina que un diplomático que buscara mediación y soluciones. Pero, sobre todo, es profundamente claro en la configuración de su agenda. No es raro verle abrigar a los actores que critican abiertamente al Gobierno, como pasó cuando se filtró que llamó personalmente al juez Lesmes allá por 2020, o en ausencias como la que motiva este artículo. 

Mis antecesores como líder de Izquierda Unida me contaban que Juan Carlos de Borbón era un conservador que intentaba llevarse bien con todo el espectro político. Incluso les llamaba personalmente y les pedía opinión –¡a los comunistas!–, y existía un respeto institucional por ambas partes. Julio Anguita, por ejemplo, no faltó nunca a la recepción real ofrecida durante la fiesta nacional porque, argumentaba, era el jefe del Estado y merecía ser tratado como tal, aunque los republicanos quisiésemos que fuera una institución elegible democráticamente. Por el contrario, la inclinación de Felipe de Borbón es mucho más selecta y a nadie se le escapa que no aguanta bien a quien se mueve a la izquierda del PP. Tiene algunas funciones constitucionales que le obligan a estar junto a Pedro Sánchez, pero da la sensación de que si pudiera ni siquiera acudiría. Algo de esto sé, porque fui el único ministro del anterior gobierno al que el monarca esquivó con éxito durante tres años y medio en las llamadas “jornadas de ministro” –en las que los ministros tienen que acompañar a la monarquía, a petición de ésta–. 

Como siempre en los últimos tiempos, la Casa Real saldrá airosa de este lance porque el gobierno de coalición es mucho más leal con la Constitución y las instituciones que la propia monarquía. El PSOE, en particular, sigue protegiendo la imagen de la monarquía incluso negándose a incorporar una pregunta sobre su valoración en el CIS– y justificando sus sesgos ideológicos a pesar de ser conscientes del daño que hacen. Sin embargo, tarde o temprano se tendrán que preguntar de qué sirve minimizar los errores de la monarquía si para todos es ya evidente que se trata de un instrumento más de las derechas reaccionarias de este país.  

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