Hoy en día podemos recrear cuál sería nuestra posición ante la barbarie porque estamos sometidos de forma constante a estímulos que mediante representaciones de dilemas morales nos sitúan en la tesitura de tomar partido. Las redes sociales nos exponen con fractales de representaciones de guerra, crueldad, compasión y miseria estableciendo un combate dialéctico virtual en el que vence la batalla quien consigue hacer hegemónico su mensaje ante la opinión pública. Pequeñas batallas por todas partes en las que miles de opiniones actúan como un ejército para llevar a su bando la victoria de las ideas. Día tras día se representa en las redes una ficción de guerra cultural con hechos y sucesos como si fuéramos espectadores con voto sobre vidas ajenas.
A veces, entre esa vorágine de la cotidiana imagen viral que toca comentar se cuela un acto compasivo. Un afecto que debería haberse visto con la bondad que representa, sin más. Un acto fraterno de compasión ante el dolor de un ser humano. La diarrea en redes no nos permitió mirar un poco más lejos y pensar por qué tienen que ser voluntarias sin preparación para algo tan duro las que sean las que tienen el primer contacto con una persona traumada que puede ser perceptora del derecho de asilo. Quizás, porque si hubiera sido una persona preparada en un tema tan delicado no se hubiera podido dejar manejar por el ejército para devolver en caliente a esa persona, de la que no sabemos el nombre, y la hubiera defendido aportándole todos los derechos que la acogen y que fueron violados al arrancarla de los brazos de Luna y devolverla a Marruecos. Pero la inmediatez y la crueldad desacomplejada nos hicieron dejar de lado los análisis más profundos para pasar a mostrar humanidad y defender lo obvio, defender un abrazo y a Luna de quienes vieron en él un acto violento y sexual. Una vez más la maldad y el odio nos llevaron a un terreno en el que no queremos estar. Porque con el fascismo no se debate, al fascismo no se le da espacio, el mensaje del fascismo solo tiene valor en la papelera. El de la protagonista de esa versión infecta del abrazo no merece más que desprecio e invisibilización.
No voy a decir su nombre porque vive de que otros lo hagamos. Lo descubrí hace tiempo y por eso decidí que jamás compartiría espacio público ni mediático con la persona con más maldad que me he encontrado ejerciendo mi profesión. Si está, yo no voy. Lo dejé claro y jamás he compartido programa desde entonces. Porque ella es especial, no tiene nada que ver con todo lo que habéis visto en televisión. Mientras todos compartían indignados su mensaje de odio ella disfrutaba y reía, porque es de lo que vive. De esparcir mierda para que manche absolutamente todo lo que toca y crear una sensación de desazón y desasosiego en todo el que lo lee para minar la moral de quienes tienen la empatía y la compasión como valores fundamentales. El objetivo es escandalizarte, doblegarte con esa maldad sublimada y encima monetizarlo pescando en el barril de mierda que es su interior como única capacidad y aptitud.
No nos engañemos, no es solo una pose. Ese mensaje representa la sublimación de la crueldad fascista de la que es uno de sus máximos exponentes. Disfruta ejerciendo dolor con sus mensajes, porque es la única manera que tiene, por ahora, para infligirlo en la gente que odia. He reflexionado muchas veces sobre el papel que jugarían en determinadas situaciones dramáticas muchos de los fascistas, insultadores demenciales y cavernarios con los que he tenido que cruzarme en televisiones y radios. La mayoría serían burócratas acobardados de los que pueden firmar órdenes desde un despacho pero que jamás estarían manchándose las manos. Pero ella es diferente, es de las que gozaría a pie de tierra removida y se pondría la primera en la fila de voluntarios para comenzar la purga.
Ece Temelkuran trazó un patrón de la maldad que empapa esta nueva ola populista de derechas en Cómo perder un país, y una de las características que encontró como definitoria y fiel a todos los países fue la exhibición grotesca, burlona y cruel de una “sonrisa sardónica y engreída”. La maldad se muestra orgullosa con esa sonrisa despreciativa sobre el dolor ajeno allá donde se conforma. Se equivoca quien crea que quien disfruta de manera morbosa y sádica con la devastación humana de un ser indefenso y que hace de los niños el objetivo último de su odio tiene espacio en el debate público. Quien un día después de la crisis de Ceuta pone un micrófono a Santiago Abascal frente a la valla para que esparza su mierda y su odio lo hace para que otros hagan el trabajo por ella. Hay quien lo hace adrede, porque le aporta rédito económico y porque, aunque no la muestre en su interior, esconde la misma sonrisa sardónica y cruel de quien se burla del sufrimiento de los más indefensos. Son como ellos, solo que los necesitan para que les hagan el trabajo sucio.