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La muerte, el caos y los impuestos

El arzobispo de Sevilla saluda a los familiares de la duquesa de Alba, Alfonso Díez, viudo, y los hijos.

Francisco de la Torre Díaz

Inspector de Hacienda y autor de '¿Hacienda somos todos?' —

Señalaba Benjamin Franklin en una conocida cita que “en este mundo, no hay nada más cierto que la muerte y los impuestos”. Sin embargo, nada ilustra mejor el calamitoso estado de lo que queda de nuestro sistema fiscal que el impuesto que se cobra cuando alguien muere, el impuesto de sucesiones. Sobre el papel, los impuestos de sucesiones en España pueden ser muy gravosos, incluso prácticamente confiscatorios. El tipo puede llegar al 81,6%. No ha leído mal, son varios impuestos, no uno, y el tipo puede superar el 80%.

En España, como expongo en mi libro ¿Hacienda somos todos? (Debate), teníamos hasta hace muy poco 20 impuestos distintos de sucesiones y donaciones: quince en las Comunidades Autónomas de régimen común, otro más en Navarra, uno en cada territorio histórico vasco, y el peor de todos, el estatal que se aplicaba a los no residentes.

¿Por qué era el peor? Porque todas las CCAA habían aprobado diversas reducciones y bonificaciones sobre la normativa estatal. De hecho las diferencias eran y son brutales: En Navarra el tipo general es del 0,8% y en Madrid hay una bonificación del 99% en las herencias entre padres e hijos. Eso significa que hay diferencias entre CCAA de 100 a 1. Con este panorama, como algunos habíamos avisado, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea terminó condenando a España por discriminar a los no residentes.

La solución que ya se ha publicado en el BOE el pasado viernes día 28, dentro de la reforma fiscal, consiste básicamente en que los no residentes puedan optar por tributar conforme al régimen de una Comunidad Autónoma con la que tengan conexión. Antes de esta reforma, yo consideraba que estos 20 impuestos sin mínimo y sin armonización eran 20 formas distintas de equivocarse. Después de esta reforma “en profundidad”, hemos pasado a 19 impuestos. Habrá que ver cuánto tiempo habrá que esperar para recobrar un mínimo de racionalidad en este ámbito de la fiscalidad.

Todo esto se ha vuelto a poner de actualidad con el fallecimiento de la duquesa de Alba. Estamos hablando de un linaje legendario, que se remonta al Gran Duque de Alba del siglo XVI: extraordinario militar y una figura mítica: todavía hay madres en los Países Bajos que amenazan a los niños que se portan con mal con que va a venir el duque de Alba…

Sorprendentemente parte de este patrimonio ha llegado a sus herederos en el siglo XXI. Esto no sólo habla de escasa igualdad en la distribución de la renta; sino también de que la desigualdad ha ido favoreciendo siempre a algunos: estamos hablando de la transmisión del poder económico y político por la herencia. La tesis de Thomas Piketty en su conocida obra El capital en el siglo XXI es que esta concentración de riqueza es una amenaza al capitalismo; y que sólo se puede combatir mediante impuestos sobre la fortuna.

Aunque, evidentemente todo esto tiene una carga política e ideológica muy importante, en esta cuestión el impuesto de sucesiones juega un papel clave. De hecho, la reducción de la desigualdad en Occidente durante los años 40 a 70 del siglo pasado también tiene algo que ver con los elevados impuestos de sucesiones; y no sólo con la necesidad de reponer el stock de capital destruido en la Segunda Guerra Mundial. Desde luego, el grado adecuado de impuestos sobre las herencias sigue siendo una cuestión polémica en la economía y también en la política.

En España, en cualquier caso, estamos muy lejos de poder plantearnos un impuesto de sucesiones no ya que reduzca las desigualdades, sino que tenga una recaudación relevante. No sólo por la cuestión territorial que antes hemos comentado, sino por el tema de los beneficios fiscales: por ejemplo, los bienes del patrimonio histórico están exentos. Esto supone que la herencia de algunos palacios, obras de arte… nunca pagará impuestos en su transmisión. Esto puede parecer exótico, pero tiene su coste recaudatorio, por ejemplo en las herencias de las casas nobiliarias. Esto parece haber ocurrido en el caso de la duquesa de Alba: el sindicato de técnicos Gestha afirma que el 90% de la herencia está exenta por este motivo. Aunque no es descabellado pensar que el patrimonio de una casa nobiliaria tenga un porcentaje importante de bienes exentos, un 90% parece exagerado; y nunca he conseguido saber de dónde proceden buena parte de los datos que maneja el sindicato Gestha.

Hay otra cuestión más relevante: la reducción del 95% en la adquisición por herencia de empresas familiares. Hoy en día, los patrimonios más grandes son obviamente los patrimonios empresariales; si estos patrimonios no se gravan, lógicamente toda la recaudación recaerá en las clases medias.

En este caos fiscal, es previsible que en el caso de la duquesa, como en tantos otros, asistamos ahora a la pelea de dos administraciones autonómicas por el impuesto de sucesiones, Andalucía y Madrid. O más bien, probablemente, entre una Comunidad Autónoma que quiere cobrar, Andalucía, y los herederos, ya que la Comunidad de Madrid ha desfiscalizado el impuesto al 99%. Bien, cuando todas las Comunidades Autónomas se quejan de que el sistema de financiación es insuficiente, alguien debería plantearse cómo no lo va a ser, si hay renuncias de este calibre para cobrar impuestos. Porque si esto es así, los titulares de los grandes patrimonios se instalarán donde no tengan que pagar impuestos patrimoniales, es decir patrimonio y sucesiones. Esto no sólo es injusto, sino también ineficiente económicamente.

Si queremos servicios públicos del siglo XXI, necesitamos una fiscalidad moderna. Un impuesto de sucesiones que apenas recauda, que tiene diferencias brutales entre territorios, y en el que los grandes patrimonios apenas contribuyen no es un impuesto moderno, sino más bien medieval y caótico. Como en tantas otras cosas, urge una reforma, porque a día de hoy en España, las muertes son ciertas, lo que es imposible de arreglar, pero algunos impuestos, no.

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