La muerte del editor Lara

Con la desaparición de José Manuel Lara ya son contados los editores de medios de comunicación que quedan en nuestro país. La mayoría de empresas periodísticas están regidas por consejos de administración que representan múltiples intereses de todo tipo, incluidos financieros, y en los que la impronta del editor queda delegada, cuando no diluida.

Conocí a José Manuel Lara hace muchos años, cuando aún vivía su padre, fundador de Planeta, y su hermano Fernando, que falleció muy joven en un terrible accidente de tráfico. El Grupo Zeta, donde trabajaba, había comprado la antigua Editorial Bruguera, mejor dicho las ruinas de aquella emblemática editorial barcelonesa, y Asensio me encargó que me ocupara de la gestión de lo que más adelante sería Ediciones B.

Recuerdo un almuerzo que tuvimos Antonio Asensio y yo con el padre y los hijos para intentar la coedición de algunos títulos de los que nosotros habíamos adquirido la propiedad industrial y Planeta había firmado contratos con los autores intelectuales. No llegamos a un acuerdo. Siempre fue difícil llegar a un entente profesional entre Asensio y Lara, que se conocían de pequeños cuando veraneaban en El Masnou. De hecho no concretaron ningún negocio relevante en toda su vida. Ambos tenían madera de editores y ésta debía de ser de roble, como mínimo. Dos carácteres fuertes, dos empresarios emprendedores que medían el riesgo con una vara especialmente larga y que no cabían juntos en un mismo proyecto.

En ese almuerzo estuve muy callado, no solo porque estaban los pesos pesados que debían negociar, sino porque estaba atento apuntando mentalmente cada una de las sentencias que José Manuel hijo hacía sobre el negocio de los libros. Nunca se lo dije, cuando más tarde nos reencontramos, pero mi primera lección fue la que el me dio sin quererlo. Allí me di cuenta, también, de que a José Manuel Lara su padre no le había regalado nada; es cierto que le había dado una oportunidad en el negocio familiar, pero a costa de esfuerzo y de preparación.

Hace algunos años en 2002, cuando dejé Grupo Zeta, me llamó para invitarme a comer. Fue un tanteo para saber si, desde mi punto de vista, creía que el Grupo, tras la muerte de Asensio, podría ponerse a la venta. Al ver que no había ninguna posibilidad en aquel momento, me ofreció que me incorporara a Planeta. Se lo agradecí, pero aparte de que tenía un pacto de no concurrencia con mi antigua casa, yo quería explorar otros destinos y lo entendió.

En 2006 cuando le llevé el proyecto del diario gratuito ADN me sentí obligado a incorporarme a Planeta y, cuando posteriormente adquirió El Tiempo de Bogotá, no dudé en aceptar formar parte de su consejo y echarle una mano en la gestión.

Con José Manuel Lara tuve muchas conversaciones y por ello puedo hablar de primera mano. Era un hombre que hablaba sin rodeos y te miraba a la cara. No compartía muchas de sus ideas. En especial cuando justificaba ser propietario de un diario derechista como La Razón y de otro nacionalista como AVUI con la excusa de que él no era el editor, sino el presidente del consejo de administración o el accionista de referencia.

Lara era un gran empresario porque le supo dar dimensión, expansión y diversificación a Planeta, pero por encima de todo era un editor como la copa de un pino, porque tenía ese punto de genialidad, de riesgo, de resistencia y hasta de cintura con el poder para tratarlo de tú. Quizá también porque él se había hecho fuerte y poderoso con él y a costa de él. También eso hay que saber hacerlo. Pero sobre todo no perdió de vista lo que a otros no parece interesar: sus lectores, sus oyentes y sus telespectadores. Sin ellos sabía que todo lo demás tenía un valor relativo.

Ha muerto uno de los últimos editores y también el presidente de muchos consejos de administración, entre ellos, el del Grupo Planeta o el de Atres Media.