Los muertos
Julia lleva media hora en casa y no sabe muy bien qué hacer. Da vueltas por la cocina, sale al pasillo, otra vez a la cocina. Acaba de volver del tanatorio y todavía no se ha cambiado. Julia tiene 82 años. Manuel, su marido, habría cumplido 84 en noviembre.
Se conocieron en 1961, en Bilbao. Dos críos. Ella venía de Potes. Él, de Arnedillo. Su primera casa, de la cooperativa, se levantó en un solo día, en la ladera del monte. Al principio, vivían con el miedo metido en el cuerpo por si las excavadoras se la tiraban. No lo hicieron y acabaron pasando cinco años allí, hasta que pudieron permitirse un piso como Dios manda.
Manuel encontró trabajo en los hornos, todo el día entre aquellos calderos inmensos, a mil grados o más. Era espantoso, aunque peor era el hambre. Por arañar unas perras extra, Julia se puso a cuidar a los niños del portal. Primero al de María, luego también a los dos de Elenita.
A su casa, en el barrio, la llamaban la guardería. Le encantaban los críos y tenía buena mano, la sigue teniendo. A veces se cruza con aquellos niños que crio, porque en parte los crio ella, y se siente orgullosa de ellos, lo mismo que si fueran de su sangre.
No le daba la vida. Se pasaba el día haciendo comidas, cambiando pañales, calentando biberones y cantando arrorró, mi niño, arrorró. La guerra que daban. Lloraba uno y los despertaba a todos. Para cuando Manuel llegaba de los hornos, rojo como un tomate y con las manos despellejadas, Julia estaba ya que se le caían los párpados. Y todavía le quedaba hacer la cena, fregar los cacharros, poner la lavadora, tender la ropa.
Pero nunca se quejaron, ninguno de los dos. Por los hijos, lo que hiciera falta. Dos tuvieron, un niño y una niña. A ella la llamaron Idoya, aunque de mayor se lo cambió a Idoia, que le gustaba más. A él lo llamaron Ricardo por el padre de Manuel.
Ricardo lleva quince años en Madrid. Desde que tuvo a las gemelas ya no hay quien lo mueva de allí, normal. Idoia se quedó en Bilbao, de profesora en la universidad. Hoy, en el velatorio, se ha puesto muy pesada con lo de quedarse a dormir, pero Julia le ha dicho que se fuera a su casa, que ya se apañaría. Lo que ha llorado la pobre.
Julia no recuerda la última vez que durmió sola. Tanto tiempo hace. Tendrá que acostumbrarse porque, desde ahora, todas las noches serán así. Y todos los días. Lleva una semana intentado hacerse a la idea, desde que a Manuel lo metieron en la UCI. Los hornos le dejaron los pulmones muy tocados, él decía que de tantos años respirando fuego.
Y mira que se anduvieron con cuidado. Desde marzo casi ni salían. Lo justo para ir a por el periódico, el pan y la compra. No se quitaron las mascarillas ni cuando las nietas vinieron de Madrid a verlos. A Manuel le costó muchísimo, se le notaba triste por no poder besarlas ni achucharlas como él quería. Con lo duro que era de joven y lo sentimental que se volvió de viejo. Lloró cuando se marcharon, en cuanto salieron por la puerta. Se metió al baño para que Julia no lo viera, pero a ella no podía engañarla.
Julia prende la televisión porque es lo que Manuel habría hecho a estas horas. En el telediario salen políticos gritándose y señalándose así con el dedo, como unos matones. Julia nunca ha entendido de política, pero sí de modales y de dejarse los cuernos trabajando y de tirar adelante con todo pero todo en contra.
Dice el presentador que los políticos no se ponen de acuerdo en nada, ni en lo que hay que hacer ni en cómo hacerlo. Ayer murieron 459 personas. Mayores, sobre todo. La televisión pone ese número, 459, al final de una raya, encima de un puntito. Ahí, piensa Julia, está su Manuel. En ese puntito tan pequeño le han metido la vida entera.
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