No pensaba escribir nada sobre la histórica huelga feminista que se celebra este jueves. Creo que a los hombres, esta vez ¡y ya era hora!, nos toca escuchar y permanecer calladitos. Ellas no necesitan que nadie las aplauda, las critique o les diga cómo tienen que enfocar su protesta o cómo deberían canalizar sus reivindicaciones. Pertenezco a un colectivo que ha ejercido un infinito y violento dominio sobre las mujeres y, por ello, lo único que nos toca en un día como hoy es pedir perdón. Estoy convencido de que a muchos machos les parecerá exagerado y hasta ridículo este acto de contrición. Yo, en cambio, lo considero necesario, proporcionado, imprescindible y justo. Igual que Alemania pidió y sigue pidiendo perdón por el Holocausto o que la Iglesia ha hecho lo propio por sus numerosos “pecados” de siglos pasados y no tan pasados, creo que el hombre, como género y con más motivos, debe verbalizar sus disculpas. Yo, al menos, lo hago desde esta tribuna: perdón, perdón y mil veces perdón.
Nada más tendría que añadir de no ser porque este martes la histórica luchadora feminista Ana María Pérez del Campo hizo una petición a la que, humildemente, quiero aportar algunos datos. En la presentación del libro que repasa su biografía, Pérez del Campo hizo un llamamiento al movimiento feminista para que no deje de reivindicar a las mujeres españolas que aún siguen enterradas en las cunetas. Si las asesinaron, al fin y al cabo, fue por defender el mismo espíritu que inundará este jueves las calles de nuestras ciudades y pueblos: el de la igualdad.
El franquismo perpetró un genocidio ideológico exterminando a decenas y decenas de miles de demócratas, pero igual o más grave fue el genocidio de género que cometió contra todas, absolutamente todas las mujeres españolas: asesinando, violando, humillando o encarcelando a muchas de ellas y condenando al resto a una prisión perpetua en sus respectivas cocinas bajo la vigilancia y el mando, otorgado por la ley, de sus padres, hermanos o esposos. Acababa la época en que la España republicana había dado los primeros pasos para reducir su histórica discriminación. Venciendo las reticencias no solo de toda la derecha, sino también de una parte importante de la izquierda, las españolas habían votado por primera vez, con plenos derechos, en 1933; trece años antes que las francesas o las italianas. Sin que nadie les regalara nada, durante los ocho años que duró la República, incluyendo los tres que permaneció en guerra, hubo mujeres en el Parlamento, los ateneos, las universidades, el campo de batalla y hasta en el Consejo de Ministros. Se avanzó un pequeño trecho, pero aún faltaba mucho camino por recorrer cuando todo terminó el 1 de abril de 1939.
Es muy significativo que quienes intentan blanquear el franquismo manipulando los hechos, legitimando sus crímenes, dulcificando la imagen del tirano y retorciendo la Historia siempre eludan hablar de la represión sobre las mujeres que ejerció la dictadura. Por muy habituados que estén a falsear la realidad, en este terreno les resulta imposible justificar lo ocurrido. Durante 40 años la verdad del régimen fue que “la única misión asignada a la mujer en las tareas de la Patria es el hogar”. Así lo decía públicamente Pilar Primo de Rivera, máxima responsable de la Sección Femenina, a la par que hermana del fundador del partido fascista español. Esta mujer elegida por Franco para representar y dirigir a las mujeres tenía un altísimo concepto de su género, tal y como se deduce de sus intervenciones públicas: “Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles, nosotras no podemos hacer más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho”.
No era una sorpresa. Esa era la filosofía de los vencedores. Lo ocurrido durante la guerra ya hacía presagiar lo peor. Las tropas franquistas, especialmente sus regulares y legionarios, se habían dedicado a violar mujeres en los pueblos que iban conquistando. No fueron hechos aislados, sino acciones generalizadas que eran jaleadas por los generales que dirigían el golpe de Estado: “Esto está plenamente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones” (Queipo de Llano dixit en Radio Sevilla). No podemos dar y probablemente nunca podremos dar una cifra aproximada de las mujeres que fueron asesinadas, agredidas sexualmente, o fueron víctimas de las habituales vejaciones consistentes en raparles el cabello y hacerles beber aceite de ricino. En cuanto a las encarceladas, el propio régimen reconocía en sus estadísticas mantener a más de 23.000 prisioneras a comienzos de los años 40. Los historiadores multiplican al menos por dos esta cifra.
Investigar y recordar lo ocurrido no solo es una forma de homenajear a las víctimas, sino también de mantenernos alerta ante determinadas opiniones que seguimos escuchando en pleno siglo XXI. “Contra feminismo, feminidad”, titulaba el diario falangista Arriba su información principal del 7 de junio de 1939. ¿No les suena familiar la frase? “Son feas, bajas, patizambas… se les apagó de repente la feminidad…” escribía sobre las mujeres republicanas un periodista falangista, llamado José Vicente Puente, en el que parecen inspirarse a diario los Sostres, Losantos, Herrera o Ussía. Palabras nada inocentes que sirvieron para justificar la sumisión absoluta de la mujer, el derecho de los hombres a maltratarlas y, en definitiva, el que las españolas fueran condenadas a pasar cuatro décadas “en casa y con la pata quebrada”. Algo que hoy en día todavía algunos hombres desearían aunque solo una ínfima minoría se atreva a verbalizarlo.
Como siempre ocurre, por tanto, recuperar la verdadera Historia de España es cosa del pasado, pero también del presente y del futuro. Parafraseando a mi admirada Ana María Pérez del Campo: no dejemos ninguna mujer en la cuneta ni tampoco en las cunetas.