Me cuesta dividir el mundo en buenos y malos. Al final solo suelen quedar las víctimas y los verdugos, en el aeropuerto de Bruselas o en un estadio de Irak. Tampoco sé arreglarlo a hostias como sugieren ahora algunos intelectuales y corresponsales en guerras libradas con ardor y coraje desde los bares de los hoteles.
Escucho y leo a todos esos analistas y estudiosos que culpan a la generosidad de nuestros programas sociales, o a nuestra blandenguería a la hora de defender la supremacía de los valores que hicieron de Europa la mayor colonizadora, expoliadora o esclavizadora de la Historia. Asumo que el equivocado debo ser yo al intuir en semejantes discursos el aliento de la xenofobia, el racismo y el odio que siempre crecen tan vigorosos cebados por el miedo.
Debo ser muy ingenuo y muy débil porque no puedo dejar de preguntarme qué podríamos haber cambiado si en lugar de venderles armas, dictadores y muerte a los países y pueblos con quienes nos han declarado en guerra hubiéramos compartido sólo un poco de nuestra democracia decadente y viciada por tanta molicie y abundancia. Desconozco si encender velas o rezar sirve para algo o da miedo, pero sí sé que al menos no matan a alguien como las patadas, los tiros en la nuca y las hostias en nombre de la libertad.
Veo y oigo las informaciones y denuncias que descubren los agujeros y errores en la lucha contraterrorista o en la colaboración entre policías europeas. Salen los ministros en tromba a dejarnos claro que la culpa es de los otros países y de los otros ministros. Debo ser muy raro por qué pocos parecen preguntarse lo mismo que yo: cómo resulta posible semejante desastre justo en este momento de nuestra historia reciente, cuando hemos renunciado a más derechos que nunca a cambio de una seguridad que, al parecer, no podían asegurarnos como nos habían asegurado.
Vuelven a hacer sonar los tambores de la guerra. La misma guerra que hace apenas unos días íbamos ganando porque el Estado Islámico perdía socios, territorio y asesinos y ya no tenía a quien vender su barato petróleo. Justo a tiempo de evitar que empecemos a preguntarnos si no será realmente una guerra, o si la estaremos perdiendo, nos informan de otro gran éxito militar: nuestros heroicos drones han matado a otro jefe de los malos. El derecho internacional se ha convertido en un vídeo juego bélico.
Las noticias de la nueva Guerra Santa preceden a las inquietantes informaciones sobre las ingentes mareas de refugiados que hablan diferente, rezan diferente o viven diferente y aguardan ansiosos e insaciables al otro lado de los muros y las vallas que custodian nuestra libertad y nuestro bienestar. Será casualidad. Pero ni lo parece, ni creo en ella. Las coincidencias suelen ser las armas preferidas de los cínicos.