No soy demasiado observadora de las redes sociales –solo tengo dos y una apenas la uso– pero últimamente tengo la sensación de que el algoritmo de Twitter (tristemente rebautizado X), o quien sea que hace estas cosas, está empeñado en mostrarme hilos en los que se me incita a trabajar más y mejor, a producir más, a rentabilizar más mi esfuerzo. No deben de conocerme mucho. Si me conocieran, sabrían que yo soy de las que no necesitan mucho estímulo para trabajar casi constantemente, pero como no creo que lo hagan solo para mí, de ahí se pueden inferir muchas cosas y la mayor parte no son positivas.
Para lo que sí soy muy observadora es para la lengua que se usa, y eso me preocupa bastante más porque, aunque parece que mucha gente no lo nota, a través del uso de ciertas palabras y frases, queda claro lo que quieren de nosotros. Las redes –y los diarios y las revistas– se han llenado de cosas como “rentabilizar tu inversión”, “optimizar tus opciones, ”gestionar tus recursos“ no para hablar de cuestiones económicas, de qué hacer con ese dinerillo que has heredado o cómo mejorar las ventas del producto con el que te ganas la vida. No. Se trata de ti. Tú eres el producto. Según todos esos consejos que aparecen como setas después de la lluvia, se trata de que inviertas en tu salud y tu forma física para que puedas rendir más, para que no haya tiempos muertos en tu vida, para que todo lo que haces al cabo del día sirva para algo pesable, medible y, sobre todo, económicamente rentable. ¿Rentable para ti? Claro, eso es lo que te dicen, pero siempre hay alguien (álguienes) que se aprovechan también, o incluso más.
Nos han convertido –o están en proceso de hacerlo– en máquinas de producir, de trabajar –a toda hora, en el puesto de trabajo, desde casa, en los medios de transporte–. Nos enseñan métodos para concentrarnos mejor –el famoso deep work–, para sacar adelante más faena, para no desaprovechar ni un solo minuto de nuestro tiempo (si no puedes hacer X, haz Y). Y todos los consejos para luchar contra el estrés, para relajarte y descansar, vienen con el corolario de “así prodrás rendir mejor en tu trabajo”.
¿Qué somos ahora? ¿Nuestro rendimiento? El mantenimiento de la salud supeditado al rendimiento posterior. Si no duermes bien, te enfermas y no rindes. Si no te alimentas sanamente, te enfermas y no rindes. Si no haces deporte y mantienes tu cuerpo en buen estado, te enfermas y no rindes. ¡Lo peor que puede sucederte!
Nos están convenciendo –nos han convencido ya– de que nuestra única razón de ser es seguir siendo una ruedecilla en el engranaje mundial que hace que la maquinaria funcione para enriquecer a cada vez menos personas y que viven más lejos de nosotros. Sé que la comparación es clásica y ya suena un poco steampunk, pero es que a veces tengo la sensación de que, de un modo discreto y multicolor, estamos volviendo a la sociedad victoriano-británica del comienzo de la industrialización y el capitalismo despiadado que tan bien describió Charles Dickens. En lugar de ir avanzando hacia un mundo más comprensivo, más tranquilo, más igualitario y equitativo donde la riqueza se reparte y todos los seres humanos podemos tener más tiempo para nosotros y ser más felices con nuestros trabajos, estamos avanzando hacia un capitalismo aún más feroz donde todo nuestro tiempo es para la “máquina”, para aportar rendimiento a negocios billonarios de los que se aprovecha un mínimo tanto por ciento de la población mientras que los que aportamos nuestro tiempo y esfuerzo vamos echando el hígado, trabajando en fin de semana, de día, de noche, en aviones, en trenes de cercanías, en metro... para no perder un instante.
Y si, además, no nos gusta, la culpa es nuestra. Se nos insinúa que hay algo torcido en el trabajador que no disfruta de lo que hace. Porque, si uno hace bien las cosas, y se prepara, y aprende más en su tiempo libre (¿tiempo libre?) y se optimiza y rentabiliza sus recursos, debería ser feliz. De manera que, si trabajas y no eres feliz, la culpa es tuya. Algo no estás haciendo bien. Porque el sistema es perfecto, por supuesto. Un sistema que genera tanta riqueza (aunque luego se la queden siempre los mismos) no puede estar mal hecho. El problema es de los trabajadores, que no hacen las cosas como deben y luego protestan porque no son felices. ¿Desde cuando han sido felices los trabajadores? Nadie te paga por ser feliz. Es tu propio interés el que debería llevarte a poner todos los medios para serlo (Eso es lo que te dice el sistema: ¿no estás a gusto con lo que haces, con tu forma de trabajar y vivir? Optimiza. Aprende. Págate un coach. Ve al psicólogo. Ve al fisioterapeuta. Haz una terapia de sueño. Toma sedantes.)
Hace muy poco leía en El País un artículo de Gorka R. Pérez en el que decía que “menos de la mitad de los trabajadores españoles evalúan su vida como próspera (41%), y uno de cada tres reconoce que, a consecuencia del trabajo, padece estrés diario (36%). Al mismo tiempo, uno de cada cuatro confiesa estar triste en su puesto (25%); y dos de cada diez experimentan ira por esta situación (22%).”
La verdad es que no me pareció sorprendente. Yo no viví los tiempos de la primera industrialización, claro, pero he leído muchas novelas y ensayos sobre la época y en ningún momento he tenido la impresión de que los trabajadores de finales del siglo XIX y principios del XX fueran en ninguna medida felices trabajando en las fábricas textiles de Barcelona, las siderurgias del País Vasco, las minas de Asturias o los latifundios de Andalucía.
La trampa mortal de nuestro siglo es que nos explotan igual que entonces pero ahora, además, tenemos que ser felices dentro de esa explotación y, si no lo somos, el problema está en nosotros, no en el sistema que nos lleva a encontrarnos fatal, a no dormir, a tener que tomar pastillas para controlar los nervios, a sufrir burn outs de los que algunos no consiguen recuperarse jamás. Nuestra salud mental cae en picado y resulta que la culpa es nuestra, por no “gestionar” bien nuestras opciones y habilidades.
Recuerdo que en mi época universitaria, cuando estábamos tratando de imaginar qué sería de nosotros tanto profesionalmente como en la vida privada, el único profesor al que yo admiraba me dijo que tratara de ver los días como ocho horas de trabajo –serio, intenso, dando lo mejor de mí–, ocho horas de descanso –dormir, comer bien, cuidar mi salud– y ocho horas para exactamente lo que me diera la gana: leer, soñar, escribir, dibujar, dar paseos, aprender cosas nuevas, ir al cine, bailar, conversar... Me dijo que de ahí es donde surge la creatividad, la felicidad, el ser tú misma. La ambición te espolea, pero también te destruye si no tiene freno. Tenía toda la razón, pero lo peor es que ya ni siquiera se trata de una ambición personal, de un esfuerzo desmedido que puede llevarte a alcanzar lo que deseabas, y que es algo muy positivo cuando es de verdad lo que quieres. Ahora se trata de cumplir con las expectativas y ambiciones de empresas multinacionales que juegan con las cifras y el esfuerzo de sus empleados como si no fueran seres vivos, que les exigen todo su tiempo, todo su esfuerzo, toda su concentración, y además quieren que estén comprometidos con la empresa, que se casen con ella (hasta que un buen día la empresa decide que no son necesarios y los echa), y que, además -eso es lo increíble- se les pide que sean felices, que lo disfruten, que estén orgullosos de optimizarse constantemente, de gestionar bien sus recursos, de invertir en sí mismos y en la empresa que les da de comer. Si no son capaces de conseguirlo, si tienen estrés, si están tristes, si tienen sentimientos de ira... es que no sirven, no son capaces de adaptarse, no son ciudadanos del siglo XXI y la maquinaria los escupirá, mientras ellos se sienten culpables por no haberlo conseguido, en lugar de unirse y decir que simplemente no queremos vivir así, que estamos hartos de optimizarnos, de rendir, de dar más beneficios. Que queremos parar, curarnos, volver a sentir la alegría de un trabajo bien hecho, que lleve el tiempo necesario, que haga sentir orgullo a quien lo ha hecho cuando esté listo.
El problema no somos nosotros. El problema es que nos han convencido de que no hay otra forma de vivir.