Solo con lo perdido en la bolsas mundiales el pasado viernes por el pánico causado por la variante ómicron se habría podido vacunar África entera, probablemente varias veces. El mundo rico no es egoísta, es imbécil; no es insolidario, simplemente es estúpido y además no sabe de economía ni la mitad de lo que se cree. Resulta discutible que el dinero no da la felicidad, pero queda claro que no concede la inteligencia. Tanto citar a la dichosa mariposa que mueve las alas en Tokio y provoca un maremoto en California y va a resultar que no habíamos entendido ni una palabra de lo que significa.
No hay juegos suficientes en la teoría para explicar tanto egoísmo irracional. Incluso si se halla usted entre quienes creen que la pandemia es un invento y los muertos no mueren, debería convencerle este sencillo cálculo: cuántos miles de millones en pérdidas financieras, puntos del PIB y tasa de recuperación nos habríamos ahorrado si el mundo entero tuviera un nivel de inmunización similar al nuestro y las vacunas fueran la frontera entre nosotros y las mutaciones del virus.
Asustados por el poder de una variante de la que apenas sabemos algo con certeza, corremos a cerrar los cielos para darnos esta falsa sensación de seguridad que siempre genera prohibir lo que sea, mientras los casos empiezan a detectarse por todo el continente. Entre carrera y carrera y anuncios alarmantes de los gobernantes, tal vez podamos dedicar un momentito a preguntarnos por qué en Europa la tasa de inmunización supera el 70% de la población mientras en África apenas llega al 7%, si realmente creíamos que semejante imprudencia temeraria no iba a tener consecuencias y no íbamos a acabar pagándolo con creces y que más urgente que ponerse a hacer test en los aeropuertos puede que sea ponerse a vacunar donde no se ha hecho como si no hubiera un mañana.
Distraídos como estábamos en proteger el derecho fundamental a no creer en la pandemia e imponer a todos los demás los costes de vivir en una conspiración y asegurar el no menos derecho fundamental a que pudiéramos comprar lo que nos diera la gana en el puto Black Friday, se nos había olvidado que el virus no se queda quieto donde no vacunamos, también viaja y más rápido que nosotros, nuestros cierres de fronteras y nuestros test de antígenos.
Lo barato siempre sale caro y en una pandemia, carísimo. Por ahorrarnos unos cientos de millones en vacunas para los países que no pueden permitírselas, ahora abonaremos la factura del miedo, las restricciones, los casos y los que no vivan para contarlo. Nos cansamos de repetir que la vacuna es la única solución viable para acabar con la pandemia, pero, al parecer, más allá de nuestras fronteras depositamos nuestra esperanza en que se acabe sola o acabe con todos. Pero, oye, no todo está perdido; aún estamos a tiempo de salvar la navidad.