El fin del mundo son los otros

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En Navidad estaba viendo la tele con mi sobrino. Me contaba todo lo que había hecho en el cole desde septiembre, porque no nos vemos mucho, mientras daban las noticias con ese tono de jovial desprecio por la parcialidad. “El ‘reloj del fin del mundo’ sitúa a la humanidad a 90 segundos del apocalipsis, según los expertos”, decía el presentador con el ceño un poquito fruncido. 

Ante la cara de absoluto pavor de mi sobrino, puse en mute el televisor porque hay momentos en la vida en los que hay que ejercer de tito con mayor urgencia que en otros, y tenía la sospecha de que aquel iba a ser uno de ellos. “No, no quiere decir que… O sea. No”. Uno nunca sabe elegir las palabras adecuadas cuando son necesarias; a veces tienes la suerte de encontrarlas; pero aquel no fue el caso. No hay una manera en la que puedas explicar a un niño de ocho años que hay un cronómetro metafórico cuyo metrónomo se mueve única y exclusivamente por la fuerza de la maldad humana. La geopolítica no es para inocentes. “Pero yo no quiero que se acabe el mundo”; los niños tienen una sinceridad muy auténtica y son incapaces de edulcorar lo que dicen, aunque sea de una franqueza aterradora. El apocalipsis no es un acontecimiento; los cielos no se tiñen de rojo y suenan trompetas y el relinche de caballos infernales; el apocalipsis es un tifón: ya ha empezado uno y ha terminado otro en cualquier otra parte. Preguntó que qué pasará cuando se llegue ese día y me limité a decirle que no pasaba nada; que noventa segundos todavía es muchísimo y, antes de que empezara a contar, le dije que el reloj solo avanza cuando pasan cosas malas. La otra opción era sentarme con él a hablarle de la Nueva Ruta de la Seda, del sionismo, de las tierras raras y de esta proliferación de personajes extraños empeñados en dominar el mundo.

Hay en mi generación un problema para explicar a las siguientes que hubo una época que nosotros tampoco vivimos en la que no todo era sobrevivir, en las que se miraba adelante con más curiosidad que miedo. Aquel Fin de la Historia del que hablaba Francis Fukuyama erraba en el título: es el fin del futuro -o de una era- y lo que viene es niebla. Y no nos han educado para la niebla. No sabemos explicar todo esto a los pequeños porque ni siquiera nosotros lo entendemos, solo llevar nuestra vida lo mejor que podamos y rezar para poder seguir viendo la muerte cebarse con otros y que no se venga abajo el austero tejadillo que nos cobija de todo lo que hay fuera -y dentro- de nosotros. Estamos atrapados en un futuro que no hemos elegido, tutelados por la inercia de las decisiones que se tomaron hace décadas. Tenemos un ansia horrible de demostrar que somos mejores que las generaciones anteriores, aunque no sirva de mucho, y un miedo atroz a no estar a la altura de lo que nos toca vivir. No podemos competir contra el tiempo, ni el físico ni el metafísico; ni podemos evitar conformarnos con esta modalidad de fin del mundo asimétrico -donde sea menos aquí- y conformarnos con que, cuando el contador llegue a cero, no sea para tanto

Me quedé con las ganas de decirle que el fin del mundo no será para él porque ya está siendo para otras personas; que es probable que para que su apocalipsis no llegue deban arder los cielos en otro lugar. Cada vez que ocurre una tragedia de impacto mundial, ese reloj se adelanta unos segundos, pero no avanza todo el tiempo. Entre movimiento y movimiento de aguja, ocurren genocidios que no computan, regresan fantasmas y demonios veterotestamentarios y la palabra humanidad cada vez tiene menos sentido. La hemos usado tanto para hablar de nada que ahora significa nada. Una caravana de coches que abandona una ciudad rociada de misiles no se considera -ya- el fin del mundo porque esa ciudad es Rafah -o Ma-ei, o Bijar- y no París. Deberíamos reunir el valor suficiente para explicar a esta gente que su fin del mundo es solo suyo, que la vida sigue en otra parte, igual que yo tengo que encontrar la forma de explicar a mi sobrino que el fin del mundo son los otros.