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Contigo al (con)fin del mundo

Dos parejas pasean por la isla de La Graciosa este lunes.
9 de julio de 2020 21:38 h

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En un año normal, septiembre solía ser el mes de los divorcios. Sin embargo, el calendario de este 2020 se ha trastocado incluso en eso. El maldito virus no ha dejado que los matrimonios duren hasta después de vacaciones para divorciarse en septiembre, como la estadística manda, sino que entre los miles de vidas que se ha llevado por delante, están también la de muchos matrimonios. Si las 24 horas al día de las vacaciones de agosto solían ser un jaque difícil de superar para muchas parejas; el confinamiento y la convivencia forzados teniendo que trabajar, cuidar de los hijos y ocuparse de la casa, han sido un jaque mate sin tregua. 

En medio de tanta ruptura amorosa, quizás no estaría de más preguntarnos por cómo elegimos a nuestras parejas. 

“¿En qué te fijas cuando te atrae alguien?” “¿Cuáles son los denominadores comunes entre tus parejas?” Siempre he considerado oportuno lanzar estas dos preguntas a los alumnos de diálogo socrático cuando hablamos sobre el amor. Son dos preguntas que pueden parecer cursis, anecdóticas o sacadas de la revista Cosmopolitan. Pero pienso que no son ni lo uno ni lo otro. Reflexionar sobre a quién hemos elegido o nos gustaría elegir para compartir parte de la vida no es una cuestión menor. Las preguntas que nos hacemos de adolescentes son a menudo aquellas que nos deberían acompañar siempre. En cambio, parece que nos deshacemos de ellas tan pronto como podemos. Sólo hay que ver a los alumnos cuando las reciben: perplejos y cargados de dudas, no saben ir más allá de subrayar un par de rasgos físicos y algún atributo de fondo.

¿Qué es el amor? ¿Qué significa amar? En El banquete de Platón, Diotima, por voz de Sócrates, nos dice que el amor es “el deseo de la inacabable posesión de lo que es bueno”. Traduciendo sus palabras a un presente en el que ya no creemos en verdades universales, diríamos que queremos y “deseamos tener” a las personas que encarnan lo que nosotros consideramos que es importante, que es bueno, bello y admirable; del mismo modo que cuando dejan de encarnarlo, nuestro amor se desvanece.

Pongamos por ejemplo que yo quería a Pablo porque lo consideraba una persona divertida, tranquila y cariñosa y esos son valores que para mí son importantes; y dejé de amarlo cuando se convirtió en alguien aburrido, airado y distante. El amor y el deseo de “posesión” nacieron de la admiración hacia lo que para mí es bueno y se desvanecieron cuando desapareció. Una desaparición que podía deberse a tres motivos. El primero, el más inmediato, cuando de verdad conocí a la persona a quien amaba (o creía amar) me di cuenta de que no era quien pensaba que era. El amor no es ciego sino que es la puerta al conocimiento, pero las ilusiones, las expectativas y las esperanzas nos ciegan. Tal y como decía Walter Benjamin: a una persona la conoce sólo quien la ama sin esperanza. El segundo motivo: porque Pablo cambió y dejó de ser lo que admiraba. O bien, el tercero: porque yo he cambiado y, de repente o gradualmente, me importan y me preocupan otras cosas.

Volvamos a la pregunta: ¿qué es lo que valoramos en una persona que nos hace amarla? Hace unos años, Josep Maria Lozano me hizo notar que la mejor declaración de valores de una empresa es su presupuesto; la forma en que reparte el dinero del que dispone es el verdadero indicador de lo que le importa: no vale decir que le preocupa el medio ambiente si después no dedica ni un céntimo a cuidarlo. En cuanto a las personas, aquellos a quienes elegimos para compartir la vida son también una especie de declaración de valores. Especialmente las parejas, que son (en principio) un número más reducido que los amigos y, por tanto, implican una elección más sustantiva.

Lo que pasa es que en esto de los valores hay mucho de fachada, de corrección política y de autoengaño: una cosa es lo que decimos cuando nos preguntan qué consideramos bueno y otra bien distinta es lo que se pone de relieve cuando observamos lo que elegimos o hacemos. Aristóteles ya lo dejó muy claro en su ética: tú no puedes decir que eres una persona generosa si no te comportas de forma generosa con tu entorno. Para decirme que eres solidario, tienes que poder demostrar que llevas a cabo actos repetidos de solidaridad. Si tu vida es un saco de CO2, tienes que admitir que, en el fondo, no te importa tanto el medio ambiente, o que este no es uno de tus valores principales.

Hay pues una distancia entre quien pienso (o digo) que soy y cómo me comporto. El deseo a menudo contradice lo que racionalmente decimos que nos importa. Por ejemplo, volviendo a las alumnas de los cursos de diálogo socrático, cuando les preguntas si creen en la igualdad de género y si quieren tener las mismas oportunidades que sus compañeros, naturalmente, todas responden que sí, que “faltaría más”. Ahora, si después les preguntas por qué tipo de chico desean y las haces imaginar junto a un hombre que trabaja o ingresa mucho menos dinero que ellas o que decide quedarse en casa, a muchas de las que antes decían un sí enfático, con esta imagen, se les apaga toda la llama.

Claro, esto nos da vergüenza admitirlo porque es políticamente incorrecto y porque pone de relieve un deseo que es contrario a lo que consideramos que debe ser. El deseo, después de todo, puede ser muy políticamente incorrecto. Y con esto no estoy diciendo que las mujeres siempre desearán que los hombres trabajen más que ellas. Digo, sencillamente, que a día de hoy, en esta cuestión, hay contradicciones entre lo que decimos que nos importa y lo que elegimos finalmente. Todos somos seres contradictorios y cada época tiene sus contradicciones específicas, tal vez esta es una de las nuestras. Mañana tendremos otras.

Ahora, ¿por qué tiene algún interés reflexionar sobre lo que valoro y contrastarlo con lo que deseo y elijo? Si vamos a Sócrates y escuchamos la máxima délfica “conócete a ti mismo”, es evidente que no podemos hacernos los sordos. Nuestro deseo habla tanto o más de quienes somos como lo que racionalmente decimos que nos importa. Por ello, si lo que amamos es nuestra idea de bien, tendrá sentido preguntarnos: ¿qué idea de bien se pone de manifiesto si analizo qué tienen en común las personas que he deseado? ¿Y las que han sido mis parejas? ¿Qué dejaron de tener cuando decidí alejarme? O bien, ¿qué tiene mi pareja cuando la miro y me enamora? Y, ¿qué tiene cuando la veo y no la puedo soportar?

Las respuestas sinceras a estas preguntas nos dan vergüenza. La misma vergüenza que siente Alcibíades al final de El banquete cuando, de repente, ve a Sócrates. El maestro le ha enseñado lo que debería hacer y ser, lo que debería elegir. En cambio, él se da cuenta que cuando se aleja, las muestras de aprecio de la mayoría lo conducen a apartarse de ese “camino recto”. A Alcibíades, el deseo y la multitud le separan de lo que sabe que debería ser. Del mismo modo que a nosotros el deseo nos hace elegir cosas, personas, que están lejos de lo que nosotros mismos diríamos que “es bueno”.

Lo interesante de la vergüenza es que es el primer paso para descubrir la distancia que nos separa de lo que racionalmente creemos que deberíamos ser. El desvergonzado no tiene conciencia de la diferencia. Cuando siento vergüenza es porque he tomado conciencia de que algo no hago bien. Y esta vergüenza abre la puerta a, como mínimo, dos posibles caminos: el de buscar acortar la distancia entre lo que creemos que deberíamos hacer y lo que hacemos; o bien el de ajustar quién decimos que somos a lo que hacemos. En ambos casos, habremos ganado en conciencia. Por eso no es ninguna estupidez preguntarnos: “¿en qué te fijas cuando te atrae alguien?” “¿Cuáles crees que son los denominadores comunes entre tus parejas?” Con ello no habremos resuelto todo el misterio del amor, ni de cómo y por qué nos enamorarnos, pero sí que habremos descubierto una parte del misterio que somos nosotros para nosotros mismos y, quizás, atinaremos mejor a la hora de elegir con quién confinarnos –y, tal vez, nos ahorraremos un segundo divorcio.

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