La Musa enlutada de Miguel Hernández
Era una de las jóvenes aprendices de costurera, hija de guardia civil y ama de casa, morena de pelo y tez blanca. Josefina Manresa enamoró a Miguel sin pretenderlo. La modistilla no había cumplido aún 17 años cuando quedó prendado de ella, pateaba cada día la calle Mayor, arriba y abajo sin disimular sus miradas escrutadoras al interior del taller donde cortaba, hilvanaba y cosía la niña de sus ojos. Aunque él desconocía de ella hasta su nombre, un día, de forma fugaz, el joven cabrero le entregó un papel con una poesía y una dedicatoria. “Miguel Hernández. Para ti”, firmaba. Desde entonces, bebió los vientos por aquella adolescente, que sería después la mujer de su vida y madre de sus hijos, penaría como él la guerra, las ausencias, el hambre, el dolor y las muertes, con la misma fidelidad y entrega que él le profesó. El luto permanente y riguroso fue el color de la musa del poeta.
Amor y dolor fueron siempre de la mano en la vida de Josefina desde que, con 15 años, tiñó toda su ropa para seguir el rito de duelo por la muerte de su abuelo materno. A Miguel no le gustaba verla de negro y le regalaba prendas de color pero ella no se daba ni cuenta de que vivía permanentemente enlutada. Era la costumbre en Orihuela a principios de siglo, cuando la nieta del difunto estaba obligada a cubrirse de negro, no sólo el cuerpo sino la cabeza, las manos y piernas, con velo y guantes, mantón, medias y zapatos. Llegó el momento del alivio y apenas pudo aclarar su imagen porque entonces murió su abuelo paterno y la sumergió en la oscuridad nuevamente. Apenas fue un aviso porque la guerra civil llamaba a la puerta de la España aquel verano de 1936 cuando unos milicianos asesinaron a su padre, agente de la guardia civil en Elda. El golpe dejó a la joven sin aliento para celebrar la boda con su novio, tal y como tenían previsto al inicio de 1937. Sólo fue el primer zarpazo de una vida que estuvo marcada por el sufrimiento y la pérdida. Concatenó luto con luto por la pérdida del primer hijo y porque la guerra terminó por llevarse a su amado, encarcelado por estar comprometido con la libertad y a disposición de la defensa de la República.
Josefina ya había padecido desde siempre las ausencias del novio, quien dejó Orihuela y se fue a Madrid para completar su formación y desarrollar su trayectoria literaria. Por su convicción y pasión creadora e intelectual, Miguel había logrado estudiar hasta bachillerato en los Jesuitas, contra la voluntad de su padre que lo prefería a pie del terruño para atender a los rebaños de la familia como cabrero. En sus cartas desde la capital, la joven pueblerina detectaba cambios evidentes en su amado, ya imbuido del pensamiento cultural y literario de la Residencia de Estudiantes, codeándose con otros y otras artistas de la Generación del 27. Ni la distancia intelectual ni la física -que se agrandó con la República y la guerra- pudo separar aquellas dos almas predestinadas a compartir la misma pasión. Él se hacía cada vez más famoso y su obra ya era célebre desde sus inicios pero ella lo recordaba, como siempre, sentado en el prado, con un libro en las manos y la espalda reposada en una higuera, leyendo y escribiendo.
Fue un milagro que aquella muchacha pudiera inspirar y comprender todo el valor de la obra del grandísimo poeta que fue Miguel Hernández para convertirse en su colaboradora y guardiana de su legado. La fuerza inmensa de su amor y compenetración de la pareja durante los pocos años que la vida les permitió convivir hizo posible la transformación. Josefina aprendió a escribir a máquina, se convirtió en gestora del legado literario de su esposo pues él no dejó de escribir durante todos los años que pasó en la cárcel, incluso cuando ya estaba tocado por la tuberculosis que lo llevó a la muerte.
En sus memorias, Josefina denuncia con una frialdad pasmosa el expolio del que fue objeto la obra original de Miguel Hernández cuya herencia sólo a ella correspondía. Es espeluznante saber cómo fue chantajeada y se publicaron obras sin permiso o cómo le fueron sustraídos algunos de los originales. Mientras piezas tan valiosas eran objeto de rapiña, Josefina y su segundo hijo sobrevivían a duras penas a la pobreza en que quedaron a la muerte del padre y esposo, sólo paliada por la esclavitud costurera de la modista que cosía para una tienda con jornadas terribles – “de ocho de la mañana a las tres de la madrugada del día siguiente”- hasta que pudo empezar a cobrar los derechos de autor de la obra del poeta. Resultó milagrosa su progresiva lucidez porque la chica apenas había aprendido a leer y escribir en la escuela de la beneficencia, se manejaba con los números gracias a las clases que su padre le daba en casa ya que había dejado el colegio para iniciar su vida laboral en una fábrica de seda cuando sólo contaba con 13 años. “En mi casa solo había un libro”, nos cuenta de su infancia.
La relación epistolar con Josefina marcó la vida entera de Miguel y toda su obra está impregnada de su amor por la tierra, su gente y su musa. “Te me mueres de casta y de sencilla”, escribió en los albores de su relación sin que esa imagen de la amada le abandonara nunca. Ni cuando estuvo en la contienda civil ni en los años que pasó en cárceles de los fascistas. La Nana de la Cebolla -probablemente, la poesía más popular del autor de la generación del 27- es el compendio de lo que supuso para su vida y su labor literaria aquella joven modistilla, convertida después en la madre solitaria de un hijo enfermo, acosado por los insectos y las infecciones, al que no podía dar casi ni agua y amamantaba a duras penas hasta que la vida del bebé se extinguió. En el libro de recuerdos que publicó en 1980, la viuda de Miguel Hernández confiesa que mentía a su esposo encarcelado cuando le escribía diciéndole que comía pan y cebolla para que él no padeciera porque, en realidad, la mayoría de los días no tenía pan para acompañar la humilde hortaliza.
Sobre una tabla de madera sin tratar – reflejo de la dureza de las vivencias de esta mujer- la artista Concha Mayordono interpreta la identidad de Josefina Manresa a través del encaje y el azabache de un auténtico traje de novia de los años 40, tan negro como el que llevaba Josefina en sus dos bodas. Dice Mayordomo que las mujeres se autorretratan cuando eligen su traje de novia y, en este caso, ha intentado capturar en el cuadro la personalidad de la musa de Miguel Hernández trabajando el tejido -como tantas veces hiciera la costurera- de su negra vida, marcada por la vigilancia de un ojo que todo lo mira, sometida como estuvo al escrutinio del poder que persiguió y encarceló a su amado.
El lúgubre y sombrío tono del vestido invade todo el cuadro y contrasta con el retazo de luz que sugiere la poesía de su amado, incrustada en papel sobado y desgarrado (como los que ella trajinaba en la lechera de caldo de sus visitas a la cárcel) sobre la blonda del encaje. “Eres la noche, esposa: la noche en el instante/mayor de su potencia lunar y femenina/ Eres la medianoche: la sombra culminante/ donde culmina el sueño, donde el amor culmina”(…) “Tú eres el alba, esposa. Yo soy el mediodía.”
A causa de la guerra, el matrimonio de los enamorados no pudo celebrarse, por la Iglesia como mandaban los cánones del rural alicantino, porque no tenían ni cura en la parroquia. Aun así, hicieron una ceremonia legal en Orihuela, el 9 de marzo de 1937, “por lo civil y ante Dios”, como afirma en sus memorias, donde recuerda que sólo recibieron un regalo, comieron arroz con costra en casa de los suegros y el marido recitó Vientos del Pueblo a los postres. A aquella primera boda la novia acudió de luto pues apenas habían pasado unos meses del asesinato de su padre y sólo tuvo la compañía de una hermana de su padre pues su madre estaba muy enferma y el resto de la familia se quedó en casa a acompañarla. Mucho más triste, si cabe, resultó el segundo matrimonio, al que fueron obligados porque Franco declaró nulos los enlaces civiles.
La obligatoria boda religiosa tuvo lugar en una patética enfermería carcelaria en presencia del director del establecimiento, el capellán de la prisión y los contrayentes, un 4 de marzo de 1942. Una boda in artículo mortis en la que el novio participó desde la cama, casi moribundo. A su muerte, ella mantuvo el luto.
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