Nadia Calviño y la cuota masculina
Nadia Calviño podría haberse convertido este jueves en la primera mujer en presidir el Eurogrupo. Más allá de lo que fuera a ganar España con el nombramiento de su ministra de Economía, su posible elección ha hecho que estos días volvamos a escuchar y leer esto de “por primera vez una mujer”. Lo decíamos y lo destacábamos porque no deja de parecer anacrónico que en 2020 sigan existiendo espacios de poder masculinizados o puestos que nunca hayan sido pisados por una mujer. Pero los hay y todavía son muchos.
Hace menos de un año utilizábamos otro 'la primera mujer que', esta vez no como hipótesis sino ya como hecho: en septiembre Christine Lagarde fue nombrada presidenta del Banco Central Europeo (BCE). El BCE lleva desde 2010 tomando medidas contra la brecha de género en sus diferentes escalas, pero, poco antes de la elección de Lagarde, reconocía que la diferencia, pese a haberse reducido mucho, persistía. Las explicaciones eran variadas pero señalaban que las mujeres aún se presentaban menos a las promociones internas, bien porque los cuidados siguen cayendo de nuestro lado -y porque los hombres no se sienten igualmente apelados por ellos- bien porque las mujeres perciben que deben ser “las mejores” para presentarse, una presión social y a la vez sutil que es más elevada sobre nosotras.
Porque utilizar la expresión “autoexclusión” cuando hablamos de mujeres que no se presentan a puestos o promociones o que renuncian a ellos no parece del todo correcto o no si al menos no lo contextualizamos. La autoexclusión no es una decisión neutral en términos de género, ajena al mundo que vivimos, una especie de alergia porque sí de las mujeres a determinados espacios. Cuando desde pequeña captas que estar callada, ser discreta y no mostrar ambición son cualidades apreciadas en una niña, cuando ves que una mujer vehemente o decidida es una mujer 'agresiva', cuando sufres las penalizaciones por cruzar algunas líneas y la socialización en los cuidados va mucho con nosotras y muy poco con ellos, hablar solo de autoexclusión parece insuficiente para entender el mundo que vivimos. Pero, además, con 18 ministros europeos de Economía y Finanzas y solo una ministra -Calviño- en pleno 2020 no parece que la explicación a la persistente masculinización del poder y la representación pueda atribuirse a meras elecciones personales.
El poder y su ejercicio sigue implicando mayoritariamente maneras, formas y decisiones asociadas a la figura de un varón sin responsabildades familiares o, al menos, ajeno a los cuidados (y al autocuidado) y al gusto -no solo a la obligación- de una vida propia. Cuando Lagarde fue nombrada, escribí esto que ahora retomo: “No se trata de que las mujeres nos 'masculinicemos' para alcanzar esos puestos, de que entremos sin más en las estructuras para que éstas puedan presumir de que ya son paritarias mientras nada más cambia, sino de que repensemos y transformemos las propias estructuras. No vale solo con empoderar a las mujeres para que ganen confianza y no se menosprecien. Tendremos que pensar qué implica aún hoy asumir cargos de responsabilidad y poder y si llegar a ellos es compatible con el resto de la vida. El feminismo, al fin y al cabo, es eso, un proyecto transformador que busca cambiar significados y conceptos y alcanzar un nuevo orden de cosas”.
No vale la buena voluntad para corregir siglos de patriarcado, hacen falta acciones explícitas, decisiones, políticas (dinero). Entre esas acciones está también romper la complicidad masculina, esos pactos de caballeros que operan cuando los hombres hacen comentarios machistas delante de otros, pero también cuando los hombre recomiendan, proponen y se rodean sistemáticamente de otros hombres o renuncian a tomar decisiones que acaben con el monopolio del poder masculino, es decir, cuando se empeñan, con más o menos conciencia, en sostener su privilegio.
Puede que haya quien piense que Calviño era la cuota. Yo les diría que la cuota sistemática a la que las mujeres estamos acostumbradas es la masculina: su presencia, aunque cope el cien por cien de los puestos -en una empresa, en política, en la sección de opinión de un medio- está tan naturalizada que solo cuando hablamos de nosotras salen a relucir con todo esplendor las dudas sobre nuestra capacidad, formación, idoneidad, perfil, cualidades, dedicación, esfuerzo, en fin, las dudas sobre si somos una cuota o merecemos estar, sin necesidad de ser siempre las mejores.
Yo me pregunto, ¿por qué ninguna mujer ha presidido el Eurogrupo?, ¿por qué apenas ha habido ministras europeas de Economía?, ¿por qué Christine Lagarde es la primera mujer en dirigir el BCE?, ¿cómo no sucedió antes?, ¿qué tipo de estructuras y de inercias operan para que aún esto sea una novedad?, ¿qué implica llegar a esos lugares? Quizá buscando respuestas a esas preguntas lleguemos a una reflexión mucho más compleja e incómoda que esa 'autoexclusión' de las mujeres que se presenta a veces tan sencilla, tan individual, tan sutilmente culpabilizadora.
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