Naturaleza y voluntad en la maternidad de alquiler: una mirada desde el sistema de filiación

El pasado 26 de junio Emilia Arias publicaba un artículo en respuesta a la aparición del manifiesto #nosomosvasijas y a la reacción que éste había suscitado por parte de la Asociación por la Gestación Subrogada en España. Cuatro días después, Beatriz Gimeno publicaba otro artículo en este diario contestando a algunas de las preguntas que el primer artículo planteaba, tales como la división interna de los feminismos sobre el asunto, la pertinencia o no de una retribución económica por la maternidad de alquiler, el tema de la regulación como garantía de buenas prácticas o como forma de oficializar el abuso y, finalmente, la cuestión de saber si la maternidad subrogada traduce un ejercicio de la libertad individual de las mujeres o más bien se erige como arma de dominación sexual y de clase versión 2.0.  El día 18 de julio Marta Borraz publicaba un tercer escrito en el que se resumían las posturas tanto de las articulistas antes citadas como de las dos instituciones enfrentadas.

En este contexto, la controversia generada en torno al tema de la maternidad subrogada parece cuando menos sintomática de que estamos en efecto inmersos en un paradigma uterocéntrico de concepción y de valoración de la vida humana (es decir: de cómo ésta debe producirse desde un punto de vista científico y moral). Así pues, si los vientres de alquiler causan tanto revuelo en países como España y Francia esto no es sólo porque dicha práctica se inscriba en un contexto de mercantilización radical de toda materia humana, como muy bien señala Beatriz Gimeno, sino también porque este fenómeno causa una fractura profunda en los cimientos de una manera concreta, históricamente configurada y éticamente posicionada de concebir la maternidad. Ciertamente, la concepción según la cual es madre la que da a luz, derivado contemporáneo del adagio latino mater semper certa est, se resquebraja frente a realidades como la de la maternidad de alquiler, en la que la gestación se produce en un útero diferente al de la progenitora genética del feto. Ahora bien, parece que la inamovible dualidad de la genética de la procreación (gameto masculino + gameto femenino = bebé) ya no va a encontrar siempre su traducción legal en modelos binarios de familia (papá + mamá = bebé), como sugiere el reciente caso de triple filiación en Argentina. Sea como fuere, que el tipo de filiación que rige en España actualmente hace del parto su piedra angular es algo que queda sentenciado en la ley 14/2006 del 26 de mayo. Y Alicia Miyares –portavoz del manifiesto #nosomosvasijas– viene a corroborar este marco legal al decir sobre la gestación subrogada, tal y como cita Borraz en su artículo: “Si se regula esta práctica, la filiación materna por el hecho de parir desaparecerá de nuestros códigos y pondrá en riesgo la custodia legal”.

La historia del derecho como perspectiva sujeta a debate

Situándome en plena contienda pero tratando de ofrecer un nuevo punto de vista, este texto pretende ser una reflexión en torno a estos artículos, reflexión que haré de la mano del libro L'Empire du Ventre. Pour une autre histoire de la maternité, de Marcela Iacub.

El libro de la jurista argentina realiza un análisis minucioso de los procedimientos legales a través de los cuales el Código Napoleónico concedía ciertas libertades a los matrimonios estériles cuando éstos se las arreglaban para atribuirse el bebé de una mujer que deseaba abandonar a su recién nacido. Bastaba con hacer las cosas dentro de un cierto “régimen de apariencias”, es decir, haciendo que pareciese “verosímil” que el niño hubiera nacido de ese matrimonio, para que los jueces pasaran por alto el delito que implica la suposición de un parto. Las condiciones de esta verosimilitud eran la mención del nombre de la madre ficticia en el acta de nacimiento y que los supuestos progenitores hubieran tratado siempre al niño, al menos ante los ojos de la sociedad, como a un hijo propio. Al vetusto modelo napoleónico se le acusa, entre otras cosas, de favorecer la dependencia total de la mujer hacia el marido para todo tipo de asuntos civiles, de colocar a las mujeres solteras con hijos en situaciones a menudo delicadas en cuanto al reconocimiento legal de su estatuto de madres y, sobre todo, de crear una profunda brecha entre los hijos legítimos (nacidos de un matrimonio) y los hijos naturales (concebidos fuera del matrimonio), brecha en la que se originaban todo tipo de injusticias en el ámbito de la infancia. Sin embargo, el sistema napoleónico, hijo de la Revolución, poseía la extraña belleza, nos dice la autora, de colocar la “voluntad humana por encima de los hechos naturales y los valores religiosos”: a pesar de estos defectos mayores, la forma en que el Código Napoleónico organizaba el establecimiento de los lazos de filiación haciéndolos residir no en la verdad del engendramiento (el momento del parto) sino en la voluntad de una pareja –dentro del marco del matrimonio– de criar y educar a un hijo, concedía una serie de libertades que los historiadores han pasado por alto y que podrían servirnos de ejemplo a la hora de imaginar otros caminos posibles en un momento en que el propio modelo “uterocentrista” ha entrado en crisis. No está de más señalar que esta manera de concebir los lazos de filiación como fundados, por encima de todo, por el consentimiento de las personas de reconocerse a sí mismas en el interior de esos lazos, permitía salvaguardar a los ciudadanos de una excesiva curiosidad del Estado acerca de sus “verdaderos” orígenes o los de su descendencia.

Así pues, Marcela Iacub nos descubre este sistema de presunciones y apariencias, al modo de “técnicas de reproducción jurídicamente asistida” y nos sitúa frente al cuestionamiento principal de su ensayo: ¿qué papel atribuyen las sociedades a la voluntad humana y a la acción de la naturaleza para la construcción de un determinado sistema de filiación?, ¿cómo posicionarse ante la inequidad de los procesos biológicos cuando construimos los entramados éticos y políticos que nos permiten vivir en comunidad?

En la tercera parte del libro Iacub se centra en la probable desaparición de la figura del Accouchement sous x en Francia (el Parto Anónimo está prohibido en España desde 1999) y en la lucha que este país ha llevado a cabo contra la maternidad subrogada. De nuevo, ambos casos le sirven para defender la idea de que estamos ante una progresiva biologización de los lazos de filiación y también de la manera de entender las relaciones humanas en un sentido amplio. En todo caso, si el paradigma napoleónico no carece de ciertos inconvenientes, el nuevo sistema francés (al igual que el español), en el que la verdad de la filiación materna se corresponde escrupulosamente con la verdad del alumbramiento, redistribuye las desigualdades sociales al modo en que lo hace la propia naturaleza: dejando a algunos incapaces de concebir sin solución y a otros concibiendo sin haberlo deseado realmente. Y a esto se suma la asimetría radical en que se reparten los roles de género: puesto que a un padre no se le puede contestar la filiación, como antaño, si demuestra haber tratado siempre al hijo como tal, mientras que la vida de la mujer puede ser objeto de investigaciones penales con el fin de demostrar que ella es o no es la “legítima” (entiéndase aquí, biológica) progenitora del niño. A pesar del entusiasmo que el feminismo francés mostró ante la revolución familiar de los años 70, el alineamiento del sistema jurídico junto a las “verdades del cuerpo” (femenino) deja a la mujer como responsable última en materia de procreación, y ésta es una posición discriminatoria en la medida en que dificulta la equiparación del hombre y la mujer tanto en la esfera de los cuidados como en otros ámbitos de lo social.

¿El pulso de los materialismos o un falso debate?

Sea cuál sea la solución futura que nuestras sociedades le den a dicha controversia sobre el legítimo uso de los úteros, lo cierto es que para plantearse el problema con un poco de perspectiva no debería obviarse el proceso histórico de cómo hemos llegado a este punto. Sólo de este modo podremos elaborar estrategias que impidan que el mercado imponga las leyes sobre los cuerpos –puesto que el neoliberalismo, sagaz como siempre, ha sido el primero en darse cuenta de cuál era la brecha en el sistema y ya ha empezado a rentabilizarla. Ahora bien, ¿queremos entonces que sean los cuerpos los que impongan las leyes sobre nosotros? Aunque mi respuesta aquí es clara y contundente –NO–, considero más difícil responder a la pregunta de cómo impedir la mercantilización de los úteros de 2ª clase sin sacralizar la maternidad biológica al mismo tiempo. En efecto, el problema no puede ser debatido –únicamente– en términos de libertad y consentimiento informado, como señala Gimeno, puesto que eso equivaldría a asumir los mismos presupuestos éticos y la misma descripción del mundo que movilizan algunos de los actores implicados en el juego: actores que manejan, ciertamente, grandes cantidades de dinero en esta empresa altamente lucrativa. Ahora bien, si el feminismo materialista ha denunciado tradicionalmente las condiciones materiales en las que se produce la dominación de las mujeres, este tipo de feminismo es también el primero en señalar que la capacidad reproductiva de la mujer es una fuerza de trabajo continuamente invisibilizada y naturalizada en nuestras sociedades: el aprovechamiento gratuito de dicha fuerza de trabajo es pues una, si no la primera, de las condiciones materiales que permiten la subordinación de las mujeres en nuestro mundo patriarcal. A este respecto, tanto Beatriz Gimeno como Alicia Miyares parecen inscribirse en una lógica de lucha integral contra toda forma de capitalismo: que la fuerza de trabajo humana se comercialice en la actualidad no implica que también pueda hacerse lo mismo con la capacidad reproductiva de la mujer, e idealmente los esfuerzos deben ir dirigidos hacia la futura abolición de toda relación mercantil. La integridad de esta postura –que cojea, como digo, cuando se trata de argumentar por qué la capacidad de gestación no es considerada como una fuerza de trabajo más– no parece corresponderse en todo caso con la realidad sociológica de la mayoría de las firmantes del manifiesto #nosomosvasijas. Al ver a personalidades como Susana Díaz apoyar en Twitter la iniciativa prohibicionista, uno asocia difícilmente este colectivo al de radicales amazonas antisistema dispuestas a hacer saltar por los aires la estructura patriarcocapitalista…

Así pues, algunas activistas feministas luchan generosamente por impedir la rentabilización del trabajo uterino como forma de acentuar la fractura social y la dependencia de las mujeres hacia el sistema de consumo capitalista. A primera vista, sin embargo, parece que estos esfuerzos paralizan el debate en la esfera pública y acaban consiguiendo lo que tan altruistamente tratan de evitar: que la maternidad subrogada se produzca siempre en otro lugar, convirtiéndose en un negocio cuyas materias primas se extraen de la periferia económica del globo mientras que sus reglas se establecen en beneficio de demandantes occidentales. Marx afirmaba en 1867 “La familia ha sido arrojada al mercado” (Capital, Libro I, Capítulo XIII.3) ante el advenimiento del modo de producción capitalista y las profundas modificaciones que éste traería en las estructuras de la familia decimonónica occidental. Pues bien, ante este neo-colonialismo de tipo biológico, quizá podamos exclamar que los úteros nos pertenecen, y que por eso mismo nos vamos a sentar a deliberar sobre cómo regular la maternidad de alquiler en nuestro país, de modo que ésta se convierta en una forma de resistencia ante un integrismo esencialista de la maternidad y no en una fuente de nuevos agravios y desigualdades para las mujeres. Ardua tarea, ciertamente, pero no podemos consentir que un hecho biológico constituya la fuente misma de todo el entramado de leyes sobre la filiación, pues con ello el derecho (arma de lucha social donde las haya) optaría por no correr riesgos, limitando su margen de error y poniendo su imponderable capacidad creativa al servicio de los designios de Madre Naturaleza.

La idea de base de L’Empire du ventre, recordemos, es que el matrimonio cristalizaba la lógica del contrato: un contrato en el que dos personas se ponían de acuerdo para llevar a cabo un proyecto juntas, en este caso, un proyecto parental. Si la desempolvamos de las resonancias neoliberales que esta expresión puede producir en la actualidad (véase la posición de Beatriz Gimeno a este respecto) y extendemos la idea a otro tipo de uniones no-matrimoniales como marcos adecuados para la venida de un niño al mundo (padres o madres solteras, parejas homosexuales, etc.), el contrato no es más que el resultado del buen entendimiento ciudadano, un lugar para el diálogo y la imaginación política. Marcela Iacub nos propone desatarnos de las servidumbres del cuerpo para repensar la manera en que gestionamos nuestras relaciones familiares, un bello ejercicio de militancia jurídica que aún está esperando, por cierto, a ser traducido al español.